miércoles, 15 de septiembre de 2010

Claves patrios


La denominación común de clavecín no relega a una oscuridad completa la pléyade de términos con que se llamaba en los siglos barrocos a una cajilla de madera repleta en su interior de cuerdas que se podían poner a sonar con un teclado colocado en uno de sus extremos. Clave, clavicémbalo, cémbalo eran denominaciones genéricas dadas a instrumentos sólo similares en esta disposición, ya que las variaciones en tamaño, en el extremo de la cajilla en que se decidía colocar el teclado y en la forma de la caja hacían que un clave italiano y un flamenco pudieran ser, a pesar de este parentesco vago, tan diferentes como un par de primos de cuarto o quinto grado. Como si estas diferencias de complexión no bastaran, el propietario y el constructor del instrumento casi con seguridad se encargarían de realizar una serie de labores de apropiación: el constructor, según una costumbre común de la época, podría tallar en la madera de la tapa una sentencia latina referida a la música o un dicho de sabiduría aplicable ya no a quien tocara, sino a quien lo viera en la tapa durante la realización de alguna labor circunstancial: el sirviente al desempolvar el instrumento y el señor mientras se enfrascaba en amenas charlas con sus invitados, que ocasionalmente también darían con la mirada sobre el instrumento; al propietario del instrumento podría parecerle que la mano del constructor había sido demasiado cauta y que algo había que hacerse con esta modesta austeridad no consentida, entonces, quizá evitando el rigor triste de lo sólo avocado a lo utilitario y buscando el talento del pintor de florescencias barrocas, contrataría un artesano para que adornara el interior con una escena pastoral, conmemorativa o de algún otro género, según fuera el gusto. Esta cualidad de instrumento a la vez que mueble hace que los ejemplares que han llegado hasta nuestros tiempos sean depositarios misceláneos de las huellas que sus andanzas por el mundo dejaron grabadas en ellos; son depositarios tanto de los grandes estilos que ahora conocemos por un nombre definitivo y convencional como de los innombrables e innumerables estilos que sus propietarios y constructores ensayaron en ellos.

El instrumento es antiguo. Sus orígenes son tan inciertos, que lo único que se puede decir sobre ellos, evitando una puntualidad que llevaría al error, es que tienen momento en la extensa baja Edad Media. En el Renacimiento su uso ya se había extendido por buena parte de Europa, aunque sólo se le empleara para hacer acompañamientos; la música instrumental comenzaría a desarrollarse hasta el final del siglo XVI y todos los instrumentos estaban sometidos a la servidumbre del acompañamiento: dar acordes para subrayar los cambios armónicos de la melodía llevada por la voz. En estos inicios de la música instrumental, junto con las violas, los violines, el órgano, el cornetto, en una posición en principio no particularmente privilegiada, es cuando el clave comenzaría a ser visto como un instrumento apto para hacer melodías. E Italia en una primera instancia sería la que con mayor empeño se volcaría al clave.

De norte a sur, Italia daría las primeras grandes publicaciones dedicadas a este instrumento. En Venecia Claudio Merulo, Andrea Gabrieli y su sobrino Giovanni compondrían para las señorías venecianas y la Basílica de San Marcos pequeñas piezas que servían para comenzar los oficios litúrgicos, a las que llamaban toccate. Estas piezas eran enunciados melódicos rápidos con pocos desarrollos y de potencialidades dramáticas más bien escasas. Otras toccate más seculares verían luz ya comenzado el siglo XVII en Nápoles con las publicaciones de Ascanio Mayone, natural de la ciudad, y Giovanni Maria Trabaci, napolitano por adopción. El destino de estas tocatas ya no era exclusivamente la musicalización del servicio religioso, los napolitanos buscaron desarrollar piezas autónomas cuya función no fuera el simple preludiar, sino expresar estados anímicos humanos. Esto es lo que hoy en día se conoce como tocata. Detrás de la estela de los napolitanos, Frescobaldi publica en Roma su Primo Libro di Toccate (1615), cuyas tocatas, a decir de algún comentarista, son por sus contenidos afectivos canciones instrumentales, muy complejas, eso sí, densamente ornamentadas. La obra de Frescobaldi y la música instrumental de sus contemporáneos italianos se inscribe bajo lo que ellos llamaron la teoría de los affeti (afectos), según la cual, cada pieza musical no es otra cosa que una sucesión de afectos expresados en clave melódica: las piezas más afectivamente complejas desarrollarían un sinfín de tramos melódicos distintos, a veces unidos por pasajes de transición, a veces violentamente confrontados unos con otros; la sucesión de affeti puede ser sosegada y meditada, también puede ser tormentosa y no gentilmente resuelta. En la música de Frescobaldi pueden encontrarse algunos de los ejemplos más claros de lo distinta que puede ser la naturaleza de los cambios de afecto.

Toccata Seconda (1615)

También el propio Frescobaldi nos da la clave de que su música instrumental proviene de la vocal, de su dramaturgia y sus ilustraciones afectivas. En Ancidetemi pur, elabora una ornamentación densísima sobre las líneas melódicas del madrigal del mismo nombre del flamenco Arcadelt, un passeggiato o serie de invenciones hechas sobre una línea melódica preexistente.

Ancidetemi pur d'Archadelt (1627)


En tanto en Italia se está desarrollando esta música melódica y vigorosa, los constructores italianos de claves desarrollan un tipo de instrumento apropiado para resaltar sus contornos, sus requiebres, sus violencias y sus suspensiones; los claves italianos tendrán un sonido particularmente seco y mordaz; casi al apartar el dedo de la tecla el sonido de la cuerda se apagará. Es pues un instrumento adecuado a lo incisivo y resuelto de las frases melódicas italianas.

Francia conocerá a Frescobaldi sólo indirectamente a través de Johann Jakob Froberger, un alemán que siendo joven fue a Roma con doscientos florines que le había dado el emperador, en cuya corte trabajaba, para ir a tomar clases con el gran Frescobaldi. Froberger, se cree, fue a su vez maestro del primer gran clavecinista francés, Louis Couperin. Froberger componía, tras los pasos de su maestro, tocatas de forma muy compleja con audacias a las que el mismo Frescobaldi no se había atrevido: suspensiones de discurso y ornamentaciones y figuraciones no ligadas a ninguna entidad melódica, los ingredientes básicos del stylus phantasticus alemán. Couperin aprenderá estos modos extravagantes y mitigará sus enardecimientos componiendo también piezas según la forma más típica de la música francesa, la suite de danzas, en la que, al contrario del estilo frescobaldiano y frobergiano de pulso y métricas irregulares, se reunían gentiles piezas de lejana procedencia popular, amables y danzarinas, courantes, allemandes, sarabandes. A este estilo menos voluntarioso también corresponde un tipo de clave que le es adecuado. El clavecín francés, al contrario del italiano, es rico en resonancias, de sonido indeciso y ensoñador.

Prélude à l'imitation de Monsieur Froberger


Los ingleses, a quienes las noticias y novedades del continente llegaban siempre a destiempo, desarrollaron su muy particular versión del clave. Su solo nombre ya nos da indicios de ello: virginal. El virginal es un modesto tecladillo doméstico que en vez de autosoportarse con patas, como todo buen clavecín, debía montarse en alguna mesa. Tan doméstico era, que uno de los orígenes aducidos para su nombre es que era usual que fuera tocado por las doncellas de casa. Como sea, el sonido más dulce de todos los claves lo ostenta sin duda el modesto virginal. El virginal no posee los agudos casi chirriantes de los demás claves, en su lugar, un sonido compacto y de pocos espectros extremos. Mucha de la música destinada al virginal proviene exclusivamente de fuentes británicas. También músicos de otras naciones llegaron a escribir para el virginal, pero es a la música británica, de pequeños encantos, filiaciones populares no disimuladas y gusto peculiar por lo evocativo, a la que mejor sienta su sonoridad doméstica e intimista. En la Inglaterra Isabelina, el autor por excelencia de música sobre los pequeños dramas de la vida diaria fue John Dowland, a quien conocemos principalmente por sus encantadoras y sencillas canciones. La fuerza persuasiva del lugar común nos lo presenta como el músico más meláncolico de esta tierra neblinosa y melancólica. Y cómo sustraerse a esta fuerza persuasiva cuando nos enteramos de que Dowland ascendió a la fama en la sociedad londinense de sus días por una canción que podría pasar por perfecto himno a la melancolía: flow my tears, fall from your springs, exil'd forever let me mourn. Esta divagación musical sombría, originalmente ligada a unos ominosos versos sobre un amor perdido, es trasladada por Dowland al mundo de la música instrumental en una colección de piezas para laúd basadas en su melodía, las Lachrimae (1608). De estas Lacrimae proviene la Lachrymae Pavan que aquí dejo.

Lachrymae Pavan


Aparte de las evocaciones sentimentales en la música británica de aquellos tiempos, son usuales las evocaciones del paisaje de las campiñas presentadas como breves estampas musicales.

The Fall of the Leafe (Martin Peerson)


La música bien podía ser meditación solitaria o festejo y actividad de muchos. Se sabe que en ocasiones los músicos de claves y virginales se agrupaban en consorts para amenizar las reuniones. Vivaces músicas de baile habrán animado escenas casi bruegelianas, en las que la impureza de medios sería parte del encanto. ¿Qué pasa cuando un virginal, un clavecín italiano y un clavecín flamenco suenan juntos?

Philips Pavan (Peter Philips & Thomas Morley)

martes, 27 de julio de 2010

Lo perdido, lo huidizo y lo ilusorio


Ya he hablado de cómo las formas musicales de la tradición "clásica" eran portadoras convencionales de ciertas clases de contenidos. La sinfonía convencional -tal como se empleó de Haydn a Shostakovich-constaba de cuatro movimientos; en el primero se exponía el material musical y el carácter general de toda la obra; el segundo solía ser un movimiento lento de carácter meditativo; el tercero, un scherzo enérgico que dirigía hacía el desenlace propuesto en el cuarto y último movimiento. Por otra parte, la tonalidad en que se componía la obra daba algún indicio de su carácter: tonos menores eran casi equivalentes seguros de obras tristes o melancólicas; tonos mayores, de obras radiantes con momentos de claridad y alegría. Pero desde que Schönberg postuló que el carácter de un fragmento melódico podría pasar histéricamente de lo brillante a lo oscuro o desesperado en segundos, encabalgando unos tras otros, o aun, unos sobre otros, emociones y gestos, como se agolpan las reacciones anímicas en la mente humana, la idea de que la obra musical tenía un carácter general único se quebró. Así, Schönberg declaraba en una carta de 1912 escrita después de finalizar la primera parte de su angustioso Pierrot Lunaire: "Estoy seguro de que me encamino hacia una nueva forma de expresión, yo lo siento. La expresión musical de los movimientos de los sentidos y el alma se vuelve de una inmediatez casi animal. Como si todo estuviera transcrito directamente". Con una volubilidad tal, mostrada segundo a segundo, el carácter de la obra se volvía divagante; la obra, según el entender de Schönberg, ya no expresaba una sola cosa desarrollándose en el tiempo, sino una multitud de cosas en una digresión interminable; la obra era inasible por su carácter, dejando de ser símbolo de un acontecimiento sentimental caracterizable y sólo un devenir innombrable de momentos y sobresaltos.

Por estas razones no es extraño que las formas convencionales aparecieran en obras posteriores como cáscaras vacías que el compositor utilizaba no ya para significar, sino para el único propósito funcional de dar forma a su material musical; bajo esta luz puede verse el neoclasicismo de los años veinte y treinta. En una frase polémica Stravinsky, el neoclásico por excelencia, declaró que la música era por sí misma incapaz de expresar cualquier cosa; era sólo un ordenamiento de los sonidos en el tiempo.

En 2003 el italiano Fausto Romitelli llevaría por otros rumbos esta idea de que las formas convencionales estaban vaciadas de significado, anotando que un objeto antes simbólico podía distorsionarse por los medios empleados al exponerlo. En este caso el objeto convencional que Romitelli toma prestado del repertorio sinfónico consagrado es el acorde inicial de la Sinfonía Alpina de Richard Strauss, una obra del género simbolista por excelencia, el poema sinfónico finisecular decimonónico. En la Sinfonía Alpina este acorde funcionaba como una suerte de señal magnífica que daba comienzo a una descripción embelesada de las grandezas e infinitudes de la geografía alpina -de los Alpes europeos, pues-. Romitelli distorsiona este acorde y lo dilata, lo siembra con las irrupciones perversas de una guitarra eléctrica y de un ruido de interferencia que entrecorta y ahoga la narrativa musical. Romitelli no describirá las gracias abiertas y sanas del paisaje natural, sino la vacuidad de un paisaje urbano desolado.

Dead City Radio. Audiodrome (2003)


Por otra parte y con un mecanismo distinto -ya no utilizando la tradición de las formas convencionales, sino el tema tradicional de la civilización perdida y misteriosa-, el francés Tristan Murail (*1947), tal como lo haría años después Eötvos en su Atlantis, toma el nombre de un continente desaparecido, Gondwana, continente sumergido de una leyenda india, para una obra musical en la que movimientos y brumas de sonido sugieren el ocultamiento de lo antes emergente, una vuelta a las aguas primigenias, en la que los rastros de lo humano, ciudades, maquinarias, templos y palacios, antes símbolos y artificios de la vida humana, se anonadan en una condición similar a la de los arrecifes coralinos y la de los cascos que se hunden tras los naufragios: pierden su estancia en el mundo de los objetos humanos y sus bondades sólo son apreciadas por los temerosos pececillos que buscan refugio en sus requiebres; y aun cuando el ojo humano vuelva a tropezar con ellos, su significado primario se habrá perdido: sus escrituras vueltas jeroglíficos, sus ingenios vueltos acertijos a descifrar, sus significados, un misterio ilegible. Pero Murail toma un nombre aun más ambiguo en sus connotaciones que aquel de la Atlántida. Gondwana la legendaria se oculta también tras las sombras; la única Gondwana legendaria que conozco es la que Julian Anderson trae a colación al comentar la Gondwana de Murail; buscando, aún no encuentro otra. Quizá Julian Anderson o el propio Murail, pues Anderson no especifica si esto de la leyenda estaba en el plan original de la pieza de Murail, hayan sabido sobre esta leyenda por las crónicas y descripciones de algún estado del Subcontinente. Siendo así, puede ser que esa Gondwana legendaria tenga que ver con una Gondwana real que aún hoy existe en pleno corazón del Subcontinente indio. Gondwana es la tierra de los gonds, una etnia que por lo escabroso e impenetrable del territorio que habita está por completo marginada de la vida cultural del resto del Subcontinente; por eso se ha acarreado la fama de misteriosa. Sus núcleos sociales, según algunas fuentes modernas, no conocen la densa jerarquización social cara a las demás sociedades indias, y, por tanto, quizá los habitantes civilizados del Subcontinente ven en las sociedades de la Gondwana real los restos de una sociedad áurea donde la igualdad era la regla y el alimento se obtenía regalado por la propia tierra. Estos observadores foráneos, no entendiendo los rasgos culturales de una sociedad tan arcaica, quizá creen que las sociedades gond poseen una sabiduría perdida propia del tiempo de los dioses; otros observadores, quizá especulando todavía más, imaginan que el otro resto de esta civilización se hundió con sus más preciados secretos. Otra Gondwana, que Murail no rehuye connotar en su obra, como para añadir una pizca más de ambigüedad al asunto, es la Gondwana de los geólogos, un supercontinente que resultó del desmembramiento de la Pangea. Por la deriva continental, esta Gondwana daría nacimiento a las tierras emergidas del hemisferio austral del globo: África, Sudamérica, Oceanía y el Subcontinente indio. Julian Anderson dice que Murail en su Gondwana emula tanto los movimientos catastróficos que hundieron al continente legendario como los movimientos lentos y acumulativos de los desplazamientos de las placas tectónicas. Yo diría que también emula el silencio misterioso y mortal de las ruinas conquistadas por las algas, los corales y la fauna pululante.

Gondwana (1980)







Si Murail trataba en Gondwana de lo perdido y lo inasible, Gérard Grisey llevará las cosas más lejos. Sus Modulations, cuarta pieza del gran ciclo Les espaces acoustiques, también describen movimientos lentísimos pero continuos, en los que el material con que se comienza la pieza no cesa de transformarse. A tal punto todo es devenir en esta pieza, que la noción de material musical no parece la más aplicable para los motivos y figuraciones que tienen lugar al transcurrir el tiempo, pues, aparte de ese par de notas entre las que bascula todo el movimiento de la primera parte de la pieza, nada resulta estable ni identificable, toda figuración huye un instante después de haber sido escuchada; esas propias figuraciones instantáneas no son sino ilusiones auditivas ocurridas por la sobreposición de los estratos móviles de sonido, como los reflejos que serpentean en el fondo de una alberca. Grisey mostraba plena conciencia de la naturaleza huidiza de su pieza al decir que "en Modulations, el material en sí no existe más, está sublimado en un estado de puro devenir sonoro, incesantemente en mutación e inasible en el instante: todo es movimiento".

Modulations (1976-77)


domingo, 20 de junio de 2010

Vaguedades de la memoria




Numerosos relatos nos dan noticia de diversas cosas que al transcurrir el tiempo se han perdido. Quienes los elaboran suelen hacerlo desde dos posiciones. Una es la posición de quien recuerda haber vivido lo que relata, y con ese recuerdo reconstituye la cosa vivida haciendo en paralelo dos relaciones: una de los aspectos que la conformaban y otra de las impresiones que esta cosa narrada causaba en él; este par de relaciones de carácter distinto, lo objetivo que se adjudica a lo descrito y lo subjetivo que da idea de cómo se le veía desde la parcialidad de la situación, conforman en quien oye la noticia de lo perdido narrado una imagen de lo descrito. La otra posición del relator tiene lugar cuando lo sucedido -en calidad de acontecimiento- o lo perdido -en calidad de objeto- tuvo tiempo y lugar en un momento distante, cuando quien narra no vivió lo que describe, sino que lo conoció por el relato de alguien que, fidedigno o no, le transmitió la imagen de lo descrito.

Uno de los ejemplos más conocidos de esta segunda clase de relatos es el casi universalmente conocido relato de la Atlántida. Tan remoto es lo que relata, que sirve como perfecta ilustración de cómo algo pretendidamente real puede, pasado un espacio de tiempo tan considerable, perder sus contornos y casi su entidad en la memoria humana. Poco faltó para que la Atlántida, aparte de haberse sumergido, desapareciera por completo del horizonte del imaginario humano, incluso por lo que suele desaparecer al último: el nombre. Justamente el nombre vaciado de buena parte de las características que debió tener la verdadera Atlántida y ensalzado de adjetivos que aplicados a una civilización humana hacen pensar casi en la irrealidad de las utopías renacentistas fue la noticia que recibió Platón. Por lo que se sabe, nada escrito anterior a Platón avala la existencia de este continente sumergido; la objetividad implícita en todo relato, aun velada en la escritura por las presunciones de quien escribe, revela algo, aunque sea poco y deformado por la exageración o la omisión, de lo que se documenta; en trescientos años nuestros comerciales con toda su carga aspiracional, con su selección de personajes y su optimismo frenético darán idea de quiénes fuimos o, por lo menos, de qué queríamos y qué valorábamos como bueno o deseable. Todo registro es documento y, en tanto tal, ayuda a la imaginación a recrear parte de lo que se pretende describir. El único "documento" con que contaba Platón eran las palabras, delirantes o no, de quien le informó sobre la Atlántida; sea que este informante estuviera transmitiendo una noticia que había perdurado a través de milenios o que en un rapto de furor imaginativo hubiera inventado esta noticia asombrosa, Platón prescindió del bagaje documental y puso la noticia en boca de Critias, quien cuenta haberla oído de su abuelo, quien, también indirectamente, la oyó de Solón; Solón la recibió de unos sacerdotes egipcios.

Por su poca probabilidad, este relato puede simbolizar aquello que se pierde pero no del todo, y al casi perderse, al rescatarse, se carga de connotaciones de origen impreciso. Puede ser que, aunque hubiera existido una isla en la que vivieran unos atlantes, quizás era una isla relativamente pequeña que desapareció en tal estruendo, que su forma de desaparición la magnificó; quizás la noticia de que era grande provenía de los mismos atlantes, que en su amor patrio veían el lugar donde vivían colmado de todos los dones; o quizás Platón aprovechó la noticia confusa de un continente extinto para hablar de una sociedad perfecta inexistente.

Lo que sucede en la literatura no es extraño a los relatos de las artes que apelan a la imaginación, admitiendo que otras artes nos ofrecen también relatos. Una pieza musical es una relación temporal de acontecimientos sonoros (melodías, figuraciones -por emplear un término para los conjuntos de notas que no funcionan como temas melódicos-) a veces ligados a estados anímicos, a veces connotados como acontecimientos concretos; un estruendo dado por la orquesta puede figurar un momento especialmente violento de un acontecimiento bélico. Los materiales de la literatura pueden dar pie a obras musicales. En últimos tiempos, un procedimiento en cierta manera recurrente ha sido componer la música, ya sin un sistema tan preciso como el tonal, por figuraciones vagas, connotando estas figuraciones con títulos que hacen referencia a otros relatos.

Un relato tan impreciso y, aun en esta imprecisión, tan conmocionante como el hundimiento de la Atlántida y la desaparición de su civilización entera es el pretexto que el húngaro Péter Eötvos (*1944) utiliza para elaborar su propia relación de acontecimientos musicales "catastróficos". Todo comienza con una vocalización, cuya imprecisión puede traer a la mente aquella forma de hablar que debieron utilizar las sibilas y los adivinos de la Antigüedad para comunicar los secretos divinos que no podían las lenguas humanas, que anuncia, en esta divinización lingüística, lo que nadie sin esta comunicación habría podido: en tono de augurio, comunicando un futuro cuyo conocimiento sólo es divino, preludia desde la calma todo lo terrible que acontecerá. Calla esta voz adivinatoria atemporal y se desata el tiempo que hace la historia; acontecimiento tras acontecimiento se desencadena la fuerza telúrica que al final sumerge a la Atlántida, mientras en el tejido musical de esta catástrofe confusa se escuchan ecos de la civilización perdida; para Eötvos esta civilización perdida, aquí astutamente confundida con la de la Atlántida, no puede ser otra que la de su natal Transilvania, cuyas melodías rememoradas y sólo oblicuamente aludidas por Eötvos suenan en un salterio.

Atlantis (1995)

Part I


Part III


También John Cage (1912-1992), ya no retomando un relato litarario sino uno musical, la música tradicional de inmigrantes moravos afincados en los Estados Unidos, vuelve vagos los contornos de sus cantos homofónicos constituidos por cuatro melodías simultáneas por medio de una suerte oracular: utiliza el Libro chino de los oráculos, el I Ching, para "decidir" las modificaciones al material musical original preguntando al libro: "¿cuáles notas de cada una de las cuatro melodías deben ser conservadas?, ¿cuáles combinaciones de las melodías deben conservarse? y ¿cuáles de las notas conservadas serán sostenidas y por cuánto tiempo?". El resultado es que, a pesar de partir de un material tradicional, el material se distorsiona tanto, que la música se vuelve anónima y extraña, descontextualizada y ajena a toda tradición; pero como su "esqueleto" es algo pleno de significado, algo del lirismo melancólico de los cantos originales se preserva.

44 Harmonies (1974-79)

Harmony No. 18


Harmony No. 3


Harmony No. 28

sábado, 1 de mayo de 2010

De camino hacia el silencio


Dada la cortedad de nuestros días, los hombres tendemos a creer que en libros, con letras y con ciencia se pueden describir las cosas en un estado fijo del que se pueden discernir elementos claros, libres de la controversia a la que somete todo el tiempo, que pone en duda todas nuestras definiciones y certezas sobre las cosas, al disolverlas y transformarlas, al modificar nuestras consideraciones sobre ellas, al devenir y no dejar espacio para inscripciones indelebles sino en los calendarios y los libros.

El arte barroco floreció entre 1600 y 1750, sus características son la proliferación ornamental y el gusto por la inventiva... De la misma manera de esta declaración concisa, elaborada sólo después de generalizar ciertos aspectos de la cosa descrita, se nos cuenta que la música clásica se elabora a partir del sistema tonal, que está hecha sobre compases regulares y que el tema y la melodía son sus hilos conductores. A decir verdad, estas características musicales sólo fueron usuales durante un relativamente corto periodo de tiempo. La tonalidad como rectora armónica de la obra musical se consolida apenas al finalizar el siglo XVII, en ambientes cortesanos en donde se ideaba, en el ocio de estos ambientes, la manera de componer grandes melodías y obras monumentales para el beneplácito de los promotores artísticos, reyes, nobles de rancio abolengo, nobles recientes, que así mostraban el afecto culto que tenían por los progresos artísticos ilustrados; mientras la música popular, ajena a las ciencias musicales precisas, seguía haciendo resonar su vaivén cíclico de rústicas melodías. Ni el propio Bach, tan afecto a las sistematizaciones, conoció la necesidad de regularizar el compás; sería la generación de Haydn quien se preocuparía por limar las escorias de las irregularidades rítmicas, para allanar el camino a la melodía soberana y los esquemas compositivos para sustentarla, el más visible de ellos, la forma sonata. La teoría musical con que me eduqué en la secundaria nos decía que la forma sonata era algo así como el elemento sine qua non de la composición musical. La forma sonata fue un esquema vigente en literalidad por cerca de 50 años, nada más. Después, Beethoven y tantos otros la verían como una norma compositiva susceptible de ser trasgredida; a la tonalidad le pasaría lo mismo durante casi todo el siglo XIX. La tradición que exigía el uso preciso de estos elementos claramente codificados tal vez se fue a la tumba con el propio Haydn. Así las cosas, tratando de ser sensatos, podría parecernos abusivo decir que "la música clásica", o aquello caracterizado de manera tan precisa, fue algo más que el producto de una o un par de generaciones. La consideración ulterior de los comentaristas protonales de poner la tonalidad por fundamento esencial de "la música clásica" nos vuelve comprensible por qué un músico tan tardío como Bach (tardío en la historia de la música occidental, pero intensamente comprometido con el desarrollo de la tonalidad) fue tenido por algunos de ellos como "Padre de la Música" y por qué a la tradición historiográfica más conservadora le es tan difícil emitir un juicio de calidad sobre Schönberg, Webern y todo lo que se ha desarrollado una vez abandonada la tonalidad como principio incuestionable de la composición musical.

En el siglo XIX, época de disolución para las tradiciones clásicas, el sistema tonal se fue distendiendo, al grado que Wagner en el Preludio a su Tristán e Isolda, en vez de volver una y otra vez a la tonalidad inicial de la obra, se aleja de ella en tanto transcurre la obra. A finales del siglo, las obras de Strauss, Liszt, Mahler o del joven Schönberg acogerán con entusiasmo la idea de retrasar la vuelta a la tónica para incrementar la tensión de los pasajes. Durante más de diez años, entre la última década del XIX y los primeros años del XX, Schönberg compondrá sus obras coqueteando siempre con esta tonalidad heterodoxa, hasta el momento en que decidió dar el siguiente paso. En 1908 publicará sus primeras composiciones atonales, quizá intuyendo que tanto en historia, narrativa o música podría no haber puntos de retorno, sino puro devenir, puro surgir instantáneo de situaciones sólo tenuemente relacionadas con las situaciones precedentes; en música, ya no relacionadas por vueltas precisas a notas rectoras sino abandonadas a las inseguridades de cada momento. Bajo esta óptica pesimista de la narrativa musical arrancada de sus cimientos y urgida por el devenir de acontecimientos radicalmente nuevos, Schönberg enseñaba teoría y composición musical en su natal Viena. Sus dos alumnos más destacados, Alban Berg (1885-1935) y Anton Webern (1883-1945), lo seguirían en su abandono de los ropajes musicales de la tradición tonal, que daban seguridad y continuidad a la música, pero a costa de sacrificar lo que Schönberg consideraba una verdad esencial: las cosas tanto en música como en historia no se repiten, se degradan y transforman en el tiempo; la belleza y la racionalidad completa de la música tonal no eran más que velos con que se cubría la devoradora naturaleza del tiempo. Por aquellos años en la Viena finisecular, el arquitecto Adolf Loos, amigo tanto de Schönberg como de Webern, pensaría algo similar sobre las tradiciones ornamentales de la arquitectura, que dejaría expresado con elocuencia en su ensayo Ornamento y delito. Para Schönberg y Webern, en 1908 el paso se había dado.

Webern pareció dar este paso con un ardor aun mayor que el de su maestro, obra tras obra su música se haría más enrarecida, más lejana de los halagos de la consonancia, más vuelta hacia la fugacidad del presente. En sus Cinco movimientos para cuarteto de cuerdas op. 5, de 1909, la música se vuelve el campo de batalla de instantes de furor fulgurantes, donde, en tal estado de tensión emocional denodada y continua, el reposo no puede existir; la música se vuelve una sucesión de fragmentos donde la continuidad no está asegurada por ninguna fórmula; lo único que puede asegurar la continuidad es la fuerza emocional con que se hilan los fragmentos. La música no es forma, es la acción del espíritu que escribe, que, a cada nota escrita a sudor y sangre, le gana un instante al silencio.

Cinco movimientos para cuarteto de cuerdas op. 5: 1. Heftig Bewegt




Sólo un año bastó a Webern para que una obra como la precedente pareciera poco comprometida, aún demasiado anhelante de puntos de apoyo. En 1910, con las Cuatro piezas para violín y piano op.7 Webern irá más lejos en su camino de ascetismo musical: las notas se supenderán como trazos vaporosos en medio de un silencio que amenaza con interrumpir el discurso, con ocultar la manera de sostenerse en medio de una nada en la que sólo la fuerza del sujeto es capaz de mantenerlo en pie, sin sistemas de referencia, horizontes ni orientaciones. Así, flotando, las notas de un violín coinciden casi fortuitamente con las notas de un piano; ambos planean sobre el tiempo ilimitado e inasible.

Cuatro piezas para violín y piano op.7: 3. Sehr langsam



El final de este camino recorrido por las primeras obras atonales de Webern es señalado sin lugar a dudas por las Tres pequeñas piezas para violonchelo y piano op.11, de 1914. No es gratuito el nombre de las piezas. Como en la narrativa de Beckett, que se ciñe a describir sin alientos falsos la posición de los objetos o la acción de los personajes en frases gramaticalmente despojadas (sujeto + verbo + complemento), Webern traza indecisamente sus figuraciones musicales, ahora con dejadez, ahora en una irrupción repentina o apagándose insensiblemente en las vastedades del silencio, punto final de este recorrido. Tradición y símbolo no existen más, todo camino comienza desde el silencio y vuelve a él.

Tres pequeñas piezas para violonchelo y piano op.11:

1. Mäßig


2. Sehr bewegt


3. Äußerst ruhig

miércoles, 21 de abril de 2010

El último umbral


El 11 de noviembre de 1998 moría repentinamente Gérard Grisey. Un aneurisma le quitó la vida. Vida corta pero con producciones dignas de mención. La Historia, que registra algunos hechos como instantes grabados en piedra, nos cuenta que en un tiempo determinado, unos personajes de perfiles y nombres precisos "inventaron", "formularon", "crearon" o cómo nos venga en gana decirlo, la música espectral.

Una década es inequívocamente señalada como tiempo de origen de esta invención: en los años setenta un grupo de amigos músicos, buscando una alternativa al serialismo que imperaba en las academias musicales desde finales de los cincuenta, formuló, entre balbuceos y experimentos, una manera de componer música en la que partiendo del análisis espectral de sonidos concretos se obtenían los componentes (armónicos) del mismo y, con conocimiento de éstos, las posibilidades de progresión armónica "natural" de un sonido; así, de un do grave obtenido de un trombón se podía pasar a un mi más agudo, con tal de que este mi formara parte de los componentes armónicos del mismo sonido del trombón.

Pero, ¿qué cosa son los armónicos? Al tocar un do en un trombón, el do no es lo único que suena, pues el material de que está hecho el trombón vibra y produce notas secundarias, difíciles de oir en tanto notas pero integrantes indisociables del sonido del trombón. Estas notas secundarias son los armónicos. Las notas puras sólo se pueden pensar en dos campos: en la teoría o emitidas por un sintetizador.

Más o menos de esta guisa los espectralistas componían sus piezas: imaginemos que una obra espectral hipotética comienza con la recreación orquestal de un do de trombón compuesto de treinta armónicos, no tocada por un solo trombón, sino por una orquesta de treinta músicos, de los que cada cual toma en su instrumento uno de estos treinta armónicos. Para hacer progresar la pieza, poco a poco la mitad de los músicos que lleva los armónicos más graves va disminuyendo el volumen de sus notas, mientras al mismo tiempo el resto de los músicos, que lleva las notas más agudas, va aumentando el volumen y el vigor con que toca sus notas. Para quien escucha, el efecto general será el de una masa de sonido inicialmente grave que paulatinamente va dirigiéndose hacia los registros agudos; un sonido continuo y espeso va transformándose conforme el tiempo avanza.

En cierto momento de los setenta Gérard Grisey, Tristan Murail y algunos otros músicos franceses afincados en París hacían su música de una manera similar a la descrita en la explicación esquemática que acabo de dejarles. No queda claro quién de este grupo de músicos franceses fue el primero en formular esta solución de continuidad musical; la Historia no llega a estos oscuros resquicios. Pero fue Grisey quien formuló de manera sistemática las posibilidades de progresión armónica a partir del uso de armónicos o espectros en una obra monumental llamada Les Espaces Acoustiques.

La música espectral, o lo que se designa con tal nombre, estaba formulada hasta el detalle ya a mediados de la década, su nombre vendría después; Hughes Dufourt acuñó el término en un artículo de 1979. No todos los "espectralistas" lo acogerían con igual agrado: Grisey lo rechazaba en favor de un término que él juzgaba más adecuado a su música: música liminal.

Liminal, palabra no existente en francés ni en español, viene del latín limen, liminis = 'umbral'. Y es así como el propio Grisey concebía su música: que comenzaba casi invariablemente a partir de un complejo de sonidos que no eran otra cosa que el umbral de acceso a lo que se desarrollaría en el tiempo. Por más de quince años compondría música liminal. Acabado este periodo, Grisey se lanzaría a nuevas aventuras musicales y a tratar sobre otros umbrales.

La última pieza que dejó antes de morir, hecha quizás en el presentimiento, trata sobre el umbral último, un umbral que no es la puerta de entrada al mundo de los sonidos, sino la entrada a los reinos insondables de la muerte. Algo inusual en Grisey es el uso de textos. Y si no lo conocíamos como musicalizador de palabras, por Quatre chants pour franchir le seuil (1998) lo conocemos como un musicalizador magnífico. Cabe destacar en primer lugar su elección de textos: cuatro textos relacionados de maneras distintas con la muerte. El primero trata, según puede verlo un poeta contemporáneo, sobre la muerte de un ángel.

El segundo es un collage hecho a partir de inscripciones funerarias de tumbas del Antiguo Egipto registradas por arqueólogos. El tiempo borra hasta la misma muerte. Una procesión musical rozante en lo monótono encuadra la sucesión de los números con que las tumbas fueron registradas en el catálogo arqueológico. De lo que fueron sitios de conmemoración no quedan más que números; sólo unas pocas tumbas resistentes a la tenaz erosión han guardado las fórmulas con que los egipcios, en el ansía final, el ansía de no desaparecer por siempre, rogaban a los dioses por un paso luminoso hacia lo ignoto.

La mort de la civilisation

n° 811 et 812
(presque entièrement disparus)
(casi totalmente desaparecidos)
n° 814: "Alors que tu reposes pour l'éternité..."
"Ahora que tú descansas por la eternidad..."
n° 809
(détruit)
(destruido)
n° 868 et 869
(presque entièrement détruits)
(casi totalmente destruidos)
n°870:
"J'ai parcouru...
"Yo viajé...
j'ai été florissant...
florecí...
je fais une déploration...
yo hago una deploración...
Le lumineux tombe
Lo luminoso cae
à l'intérieur de..."
al interior de..."
n° 961 et 963
(détruits)
(destruidos)
n° 973:
"qui fait le tour de ciel...
"quien da la vuelta al cielo...
jusqu'aux confins du ciel...
hasta los confines del cielo...
jusqu'à l'étendue des bras...
hasta extender los brazos...
Fais-moi un chemin de lumière,
Hazme un camino de luz,
laisse-moi passer..."
déjame pasar..."
n° 903
(détruit)
(destruido)
n° 1050:
"formule pour être un dieu..."
"fórmula para ser un dios..."



El tercer canto procede de fuentes griegas, de Erina, y trata sin esperanzas sobre la desaparición. La voz se dispersa en los reinos cavernosos de la muerte, se apaga insensiblemente.

La mort de la voix

Dans le monde d'en bas,
En el mundo de abajo,
l'écho en vain dérive.
el eco resuena en vano.
Et se tait chez les morts.
Y calla entre los muertos.
La voix s'épand dans l'ombre.
La voz se disuelve en la sombra.



El cuarto canto trata sobre la muerte cósmica, que nunca es muerte verdadera. A partir de la epopeya mesopotámica Gilgamesh, Grisey narra sucintamente el acontecer del diluvio. Después de días en que la lluvia no dejó sitio para que se posara un solo pájaro, la lluvia cesa, y la tierra vuelve a ser un mar virginal.

La mort de l'humanité

[...] Je regardai alentour:
[...] Miré alrededor:
Le silence régnait!
Reinaba el silencio.
Tous les hommes étaient retransformés en argile.
Todos los hombres habían vuelto a arcilla.
Et la plaine liquide semblait une terrasse.
Y el agua quieta semejaba una terraza.

Berceuse

J'ouvris une fenêtre,
Abrí una puerta,
et le jour tomba sur ma joue.
y la luz del día cayó sobre mi mejilla.
Je tombai à genoux, immobile,
Caí de rodillas, inmóvil,
et pleurai...
y lloré...
Je regardai l'horizon de la mer,
Vi hacia el horizonte del mar,
le monde...
el mundo...

domingo, 11 de abril de 2010

Venezia



Los últimos tiempos del Imperio Romano vieron su disolución lenta e inexorable. Los pueblos periféricos de más allá del Danubio y el Rin crecían y se beneficiaban de todo lo que el Imperio ya no podía defender como exclusivamente suyo: los mandos militares recaían cada vez con mayor frecuencia en manos no del todo romanizadas; las magistraturas, antaño reservadas para las grandes familias patricias romanas, ahora pasaban de mano en mano a descendientes de esclavos y a hijos de germanos; el panteón politeísta se había extinguido en el descreimiento para dar paso a una religión cuyo dios estaba destinado a permanecer en las sombras, como eterno misterio, sombra o fantasmagoría distante. Ya a finales del siglo IV las fuerzas de Roma estaban tan agotadas, que su mitad oriental, antaño colonias, se imponía sobre aquel Occidente en el que la adopción de un par de niños por una loba había señalado el lugar de origen del Imperio: el comercio se desplazaba hacia la relumbrante Bizancio y el griego volvía de un largo olvido para desplazar al latín como lingua franca del mundo mediterráneo; en caso de guerra no había más vis romana con la cual responder: había que sacar monedas del tesoro estatal y conformarse con la precariedad de contratar tropas mercenarias de bárbaros que se aceptaban con reticencias como parte del cuerpo social romano. Vándalos, visigodos, alanos y otros pueblos comenzaban a hacer reclamo de ciudadanía o de una independencia al amparo del Imperio y de tierras en el lado fértil y civilizado del orbe, en la Galia, en Panonia, en Tracia. A esta situación de inestabilidad política se sumaban las crecientes oleadas de pueblos aun más bárbaros venidos del Oriente.

De estos pueblos, el que ha dejado una impresión más honda en el imaginario occidental es el huno, que, si hemos de creer a las noticias dejadas por Amiano Marcelino y otros comentaristas, superaba a cualquiera de los pueblos germanos, viejos conocidos y ávidos aprendices del modo de vivir romano, en grado de barbarie. Comían carne cruda (a la tártara), montaban a pelo los caballos y, a decir de los romanos, que los pintaban bajo el influjo del horror, eran uno con sus caballos: comían, se congregaban e incluso dormían siempre a lomo de caballo. Las circunstancias, aunadas al horror que causaban, les fueron favorables. Para el año 440 estaban firmemente asentados en la Panonia, la actual Hungría, y, bajo las órdenes de su comandante Atila, se les sumaban personas de todos los pueblos inconformes del Oriente, en su mayor parte godos y toda clase de eslavos. Estas hordas multinacionales asolaban el Oriente europeo, sitiaban las ciudades que orbitaban Bizancio y tal era su poder, que obtenían tributos anuales del emperador. Viendo lo favorable de su situación, Atila se lanzaría a empresas cada vez más osadas. En el 451 marchó hacia la Galia. Roma empleó todos sus recursos; consiguió poner en pie un ejercito de fuerzas romanas aliadas a fuerzas bárbaras. Atila era detenido en los Campos Catalaúnicos, cercanos a Orleans, después de una batalla entablada de día a noche. Por más de un año recuperó sus fuerzas en su campamento de Panonia, para el 453 volvía a estar en pie de guerra. Ahora iría contra Italia. Después de una campaña de botines y victorias --un misterio de la historia--, llegaba a Roma para regresar por donde había venido. Las historia de San León, recopilada por Santiago de la Vorágine en su Leyenda dorada, nos cuenta que León, por aquel entonces Papa de Roma, pidió encontrarse con Atila. Llegado el encuentro, intercambiaron algunas palabras y Atila ordenó ante el asombro de todos la retirada a sus huestes. Según Santiago de la Vorágine, uno de sus allegados, extrañado por la decisión de Atila, le preguntó por qué decidía tal cosa. A lo que Atila respondió: "cuando fui a entrevistarme con León, vi que a su derecha un guerrero invencible le custodiaba". Cristo, sin duda.

Ante los saqueos y correrías de los hunos por el norte italiano, los habitantes de la hoy Lombardía corrieron en busca de algún refugio. Los habitantes de Aquilea, eso cuentan ciertas fuentes, huyeron hacia las riberas del Adriático, donde una laguna arropaba una serie de islas, Venecia. Durante el curso del siglo VI llegarán más habitantes huyendo de la ocupación franca de Istria y de la invasión lombarda. Estos primitivos venecianos, obligados por la escasez de recursos de tan despojado paraje, comenzaron a sobrevivir a base de una muy peculiar economía lacustre: dedicaron sus esfuerzos a la obtención de sal y a la pesca; con este producto ganado al mar comerciaban con sus vecinos. Hacia el siglo VIII seguirán el ejemplo de Comacchio, ciudad comercial en la desembocadura del Po, y entablarán relaciones con el rutilante Oriente. Mientras el Occidente se sume en una época de feudos, vasallajes, vida al interior de murallas y teocracia, Venecia ve sus puertos repletos de especias, sedas y oro, y por una alianza por demás ventajosa con Bizancio obtiene un papel preponderante en el Mediterráneo durante toda la Edad Media: Bizancio reconoce su autonomía y la soberanía de sus duces y Venecia se vuelve el enclave por el cual los productos refinados del Oriente se abren paso a un Occidente que los paga a precio de oro. Pronto Venecia es ama y señora del Adriático entero; Dalmacia será su área segura de influencia y de obtención de ingresos. Este pueblo, antes de humildes pescadores, ahora de comerciantes y banqueros, no sucumbirá ante el ascetismo y la cristiandad monacal que imperan en el norte de Europa, verá venir, junto con el oro y las especias, las obras de la Antigüedad y los últimos ingenios de la ciencia árabe y bizantina; no perderá el vínculo con el espíritu antiguo, mundano, festivo y conforme con las vicisitudes de la vida: la melancolía junto con la alegría desbordada, la pasión jovial y tranquila al lado del desenfreno y la violencia, aquello que se celebraba y se admitía por igual en el arte y la literatura clásicos, sin la búsqueda de verdades absolutas y el conocimiento perfecto del juicio divino, en aceptación de las contradicciones que Fortuna siembra en el caminar humano.

Aria sopra la Bergamasca a 2 canti (Marco Uccellini)




Sonata III a violino solo (Giovanni Battista Fontana)




Sinfonia XI in eco a tre voci (Salomone Rossi)




Symphonia XIV La Foschina (Marco Uccellini)




Sonata IV a violino solo (Giovanni Battista Fontana)




Canzon La Pighetta a 2 (Tarquinio Merula)


viernes, 2 de abril de 2010

Roma, 1637. Il Secondo Libro di Toccate


En 1637, después de haber pasado algún tiempo en Venecia, donde publicó la colección organística Fiori Musicali, Frescobaldi acabó el tan trabajado Secondo Libro di Toccate. Lo había comenzado diez años antes, al amparo del enorme éxito obtenido con el Primo Libro (1615-1639). Y tal como le había sucedido con el Primo Libro, comenzó la obra con doce tocatas, a las que con el paso de los años agregaría un corpus no menor de piezas de carácter muy variado. En el nombre completo del Secondo Libro se expresan sin ambages las pretensiones universalistas y enciclopédicas de la colección: Il Secondo Libro di Toccate, canzone, versi d'hinni, magnificat, gagliarde, correnti et altre partite d'intavolatura di cembalo e organo. Es decir, Frescobaldi iba más lejos en la cantidad de géneros abordados. Se alejaba del carácter exclusivamente secular del primer libro para dejar algún sitio a piezas dedicadas expresamente a la liturgia, tal es el caso de los magnificat en diversos tonos y de los himnos, que alternan secuencias de canto llano (gregoriano) con pasajes de órgano.

Pero en la variedad de géneros y en la preponderancia indiscutible de las doce tocatas, el complemento religioso se diluye. Y el libro avanza más allá de las propuestas ya de por sí radicales del primero. Este par de libros son seguramente las dos primeras colecciones importantes de música para tecla no polifónica de Occidente y contienen una serie de características musicales que, aun siendo los primeros ejemplares de un género vasto y poco acomodado a reglas seguras de composición, desde su primera presentación aparecen ya maduradas. Frescobaldi consigue algo que lo aleja por completo de aquella composición canónica renacentista tan dada a las formas regulares y mensurables: dar una escritura particular a un estilo completamente diferente, el estilo improvisatorio.

El estilo musical derivado del modo de tocar de los primeros virtuosos italianos --que codifica y amplía Frescobaldi en sus libri-- era el perfecto opuesto al estilo sereno e impersonal de los tecladistas del siglo XVI (Cabezón, Byrd). En Frescobaldi todo es imprevisibilidad, irregularidad, vehemencia repentina; la música es vestigio y acompañante del devenir sentimental, que no conoce arreglos sino surgimientos instantáneos. Las secciones de las tocatas no se ven venir anticipadamente, son lapsos en los que el virtuoso se abandona al humor del momento: en un momento insiste, casi pareciendo buscar el apaciguamento de sus furores, en tocar motivos calmos y tendientes al silencio; llega el silencio, y sin aviso, un pasaje tormentoso y desequilibrado se exacerba tanto en sus ímpetus que acaba casi colapsando el desarrollo de la tocata. Este ir y venir de humores (affetti) es trasladado por Frescobaldi a una escritura musical inquieta pero mucho más precisa que lo que se creería en una primera instancia. Así Frescobaldi en su Secondo Libro nos da la primera notación adecuada para la improvisación sobre pasajes anotados con el mayor grado de detalle. En el prefacio a dicha colección nos deja nueve reglas de interpretación que buscan dar a las tocatas el carácter de raptos del intérprete por el furor musical del momento. A continuación y sólo por ilustrar el carácter de estas reglas, transcribo las dos primeras:

1. "(...) no debe este modo de tocar estar sujeto al compás (...)"
2. "En las tocatas he tenido en consideración no sólo que sean copiosas de pasajes diversos y de afectos, sino que también se pueda cada uno de esos pasajes tocar separado uno del otro, a fin de que el instrumentista, sin obligación de finalizarlas todas, pueda terminarlas donde más le guste"


El Secondo Libro profundiza el carácter improvisatorio que ya mostraba muy a las claras el primero. La cantidad de secciones de cada tocata se hace mayor y los contrastes de carácter entre las secciones se hace más ostensible; los silencios y las suspensiones tajantes hacen más tensos los pasajes entre secciones. Y tanto como esta escritura de la improvisación se detalla y se vuelve más acabada, la escritura para los diferentes tipos de teclado se hace más específica. En el Secondo Libro encontramos cuatro tocatas destinadas inequívocamente al órgano: dos de ellas tocatas para la elevación, para tocarse al momento de la elevación de la hostia durante la liturgia, sembradas de cadencias no resueltas y suspensiones, y dos para tocarse sobre las notas del pedal del órgano en volumen pleno, como cimiento para las voces superiores. Estas tocatas específicas del órgano son una buena muestra de los comienzos de una escritura que tiene en cuenta las peculiaridades fónicas de este instrumento: la profundidad de sus graves y la complejidad armónica de sus acordes.

Como buen instrumentista del Seicento, Frescobaldi no olvida las deudas de su forma de pensar la música con aquélla de los madrigalistas del siglo XVI; en lugar de con una Toccata duodecima, finaliza su grupo de doce tocatas con el Ancidetemi pur d'Archadelt passeggiato, en el que realiza un passeggiato (término italiano equivalente a la 'glosa' española, en la que se hacían variaciones sobre una composición preexistente) sobre un madrigal del músico franco-flamenco Jacques Arcadelt.

Ancidetemi pur d'Archadelt passeggiato


Toccata Quarta (per l'organo da sonarsi alla levatione)


Toccata Prima


Toccata Settima


Toccata Quinta (per l'organo, sopra i pedali, e senza)


Toccata Nona (non senza fatiga si giunge al fine / no sin fatiga se llega al final)

domingo, 28 de marzo de 2010

Música hercúlea



En tanto hombre, Hércules es quizá una de las criaturas mitológicas clásicas más accesibles a la comprensión del hombre moderno, también es una de las más claramente situadas fuera del ámbito de acción del resto de los númenes clásicos. Júpiter, Mercurio o Dioniso son desde su nacimiento dioses de atributos sobrehumanos, rigen la justicia cósmica, la potencia desbordante de la vida o el paso de la tierra a los infiernos. A pesar de su fuerza proverbial, de su prosapia divina y de la manera poco común en que fue engendrado, Hércules es simplemente humano; ascenderá al Olimpo sólo después de demostrar que era un hombre ejemplar por su heroismo y su capacidad para utilizar su fuerza bestial humanamente. Hércules vino al mundo como un semidios gracias a la ligereza de cascos de su padre, Júpiter.

Como sucedía con cierta frecuencia, un día al contemplar la belleza de Alcmena, esposa del rey de Tebas, mientras echaba un vistazo sobre los reinos de los mortales, Júpiter no pudo dejar de enamorarse. Quedó tan prendado de su belleza, que pronto se le ocurrió una idea divina en su sencillez: metamorfosearse como el propio rey de Tebas. Tal era su pasión por Alcmena, que no quiso pasar sólo una noche con ella, sino que hizo que aquella velada durara tres noches continuas. Fruto de este descomunal "momento" de desfogue amoroso es Hércules. Enterándose Juno, esposa e hija de Júpiter, de este lance amoroso y de que el niño que nacería gobernaría la Argólida, adelantó el parto de su primo Euristeo, para que siendo éste el primogénito de la casa de Tebas dejará a Hércules sin oportunidades de ninguna dignidad. No contenta con esta divina jugarreta, cuando ya había nacido y yacía en la cuna, colocó dos serpientes dentro con el fin de que lo estrangularan. Pero Hércules ya contaba con la fuerza suficiente, y fue él quien las estranguló.

Esta fuerza por la que en más de una ocasión salvó la vida sería también la causante de sus primeras desgracias. A partir de un rapto de furia en el que mató a su esposa, Mégara, y a sus hijos, su vida se convirtió en un acto de expiación. Para apaciguar a los dioses se puso al servicio de su primo Euristeo, quien queriéndolo ver muerto, le encomendó una serie de trabajos de solución imposible (los doce trabajos). No fue hasta que realizó estos trabajos civilizatorios, que consistían en limpiezas de establos, matanzas de bestias que asolaban poblados y de monstruos que guardaban los más preciados bienes de la Tierra, que Hércules ya revestido de un heroismo sin igual fue admitido en la máxima morada de los dioses. Su fuerza, su pasión y su locura le habían llevado al crimen, esto mismo encauzado al fin de expiar y civilizar lo llevaría a la apoteosis.

Este mismo asunto tratado en el mito de Hércules de que las pasiones, de origen animal, según el mundo grecorromano, han de ser sometidas al yugo del arbitrio y la voluntad humanas, es un tema común para varias artes. La Gramática y la Sintaxis dan los límites dentro de los que el poeta se expresa formalmente sobre materias inasibles como la muerte y el amor; sin Gramática y Sintaxis la Poesía se evapora en una confusa yuxtaposición de palabras. La Arquitectura ha de referirse a cierta clase de orden: la ordenación de acuerdo a un contexto interpretado, la formulación de funciones que ha de cumplir o la formulación de un cierto tipo de relación con la escala humana. La Gramática civiliza la expresión bruta para hacerla inteligible; la Arquitectura civiliza la actividad humana al darle confines y relaciones precisas. Esto del orden en el arte y los quehaceres humanos es aplicable a toda época.

Pero ciertos siglos gustan más que otros de expresarse mediante gestos más incisivos e inmediatos, menos menguados por esquemas formales estrictos y en apariencia menos civilizados. El arte de los comienzos de cada época suele tener este carácter salvaje y virgen. Las ansías de expresar nuevos contenidos vuelven obsoletos los esquemas de la Tradición y la fuerza necesaria para someter los contenidos más desbordados vuelve tanto más hercúleo el arte de estos siglos.

El comienzo del siglo XVII fue una de estas épocas para la Música. Después del dominio incontestable de los modos de hacer música de la Iglesia durante siglos, comenzaba a irrumpir una música cuya pretensión era expresar los sentimientos del vivir cotidiano, más allá de su conveniencia moral-eclesiástica: los sentimientos exaltados del poeta, las pasiones asesinas del amante celoso o la pasión enternecida, lánguida o febril de quien se olvida de sus deberes cristianos por entregarse insensatamente a las mieles agridulces del amor. La música del Seicento está indefectiblemente ligada a la poesía --a su capacidad inigualada de expresar más allá de las formas gruesas los matices del tono humano-- y al ansía de inventar, de derrochar frases ingeniosas y formas paróxisticas. Con ese material prácticamente informal se compusieron las primeras obras en que los instrumentos, en sus modos más enardecidos de ejecución, hacían gala de llegar a escondrijos sentimentales en los que la Poesía había de callar. Sin embargo, sería injusto no reconocer que los más grandes compositores de música vocal de aquellos tiempos inspiraron a los instrumentistas que buscaban formas más demoniacas y henchidas de hacer música. El nexo entre la escritura vocal más virtuosa y la escritura frenética de los primeros compositores italianos de música instrumental fue puesto en manifiesto por el violinista Enrico Onofri, quien hizo una versión instrumental del madrigal Mentre vaga angioletta de Monteverdi, que aquí les dejo:

Mentre vaga angioletta (Claudio Monteverdi, versión instrumental de Enrico Onofri)


Aunque, por supuesto, la música instrumental llegaría a lograr formas más tortuosas y complejas, eso sí, ligada al desarrollo del violín (en Italia, a manos de los Amati, los Guarnieri o los Stradivari) y sus técnicas de ejecución. Tan expresivamente poderosa se hizo la música instrumental italiana hacia las décadas de los veinte y los treinta del Seicento (s.XVII), que toda Europa la miraba como cosa rara, ya para acogerla como una novedad irresistible, ya para condenarla por demasiado intempestiva. Los franceses tardaron en adoptar el violín como instrumento preponderante porque decían que la música de violín era una cosa diabólica que penetraba hasta los huesos. Espero que ustedes (los que oigan las piezas que dejo abajo) no tengan demasiados problemas de huesos y puedan disfrutar de este festín de volubilidades y paroxismos.

La Lucimina Contenta, Venecia 1645 (Marco Uccellini)


Sonata Seconda, Venecia 1629 (Dario Castello)


Sonata per il Violino, Milán 1610 (Giovanni Paolo Cima)


Sonata "La Cesta", Innsbruck 1660 (Giovanni Antonio Pandolfi Mealli)