Los últimos tiempos del Imperio Romano vieron su disolución lenta e inexorable. Los pueblos periféricos de más allá del Danubio y el Rin crecían y se beneficiaban de todo lo que el Imperio ya no podía defender como exclusivamente suyo: los mandos militares recaían cada vez con mayor frecuencia en manos no del todo romanizadas; las magistraturas, antaño reservadas para las grandes familias patricias romanas, ahora pasaban de mano en mano a descendientes de esclavos y a hijos de germanos; el panteón politeísta se había extinguido en el descreimiento para dar paso a una religión cuyo dios estaba destinado a permanecer en las sombras, como eterno misterio, sombra o fantasmagoría distante. Ya a finales del siglo IV las fuerzas de Roma estaban tan agotadas, que su mitad oriental, antaño colonias, se imponía sobre aquel Occidente en el que la adopción de un par de niños por una loba había señalado el lugar de origen del Imperio: el comercio se desplazaba hacia la relumbrante Bizancio y el griego volvía de un largo olvido para desplazar al latín como lingua franca del mundo mediterráneo; en caso de guerra no había más vis romana con la cual responder: había que sacar monedas del tesoro estatal y conformarse con la precariedad de contratar tropas mercenarias de bárbaros que se aceptaban con reticencias como parte del cuerpo social romano. Vándalos, visigodos, alanos y otros pueblos comenzaban a hacer reclamo de ciudadanía o de una independencia al amparo del Imperio y de tierras en el lado fértil y civilizado del orbe, en la Galia, en Panonia, en Tracia. A esta situación de inestabilidad política se sumaban las crecientes oleadas de pueblos aun más bárbaros venidos del Oriente.
De estos pueblos, el que ha dejado una impresión más honda en el imaginario occidental es el huno, que, si hemos de creer a las noticias dejadas por Amiano Marcelino y otros comentaristas, superaba a cualquiera de los pueblos germanos, viejos conocidos y ávidos aprendices del modo de vivir romano, en grado de barbarie. Comían carne cruda (a la tártara), montaban a pelo los caballos y, a decir de los romanos, que los pintaban bajo el influjo del horror, eran uno con sus caballos: comían, se congregaban e incluso dormían siempre a lomo de caballo. Las circunstancias, aunadas al horror que causaban, les fueron favorables. Para el año 440 estaban firmemente asentados en la Panonia, la actual Hungría, y, bajo las órdenes de su comandante Atila, se les sumaban personas de todos los pueblos inconformes del Oriente, en su mayor parte godos y toda clase de eslavos. Estas hordas multinacionales asolaban el Oriente europeo, sitiaban las ciudades que orbitaban Bizancio y tal era su poder, que obtenían tributos anuales del emperador. Viendo lo favorable de su situación, Atila se lanzaría a empresas cada vez más osadas. En el 451 marchó hacia la Galia. Roma empleó todos sus recursos; consiguió poner en pie un ejercito de fuerzas romanas aliadas a fuerzas bárbaras. Atila era detenido en los Campos Catalaúnicos, cercanos a Orleans, después de una batalla entablada de día a noche. Por más de un año recuperó sus fuerzas en su campamento de Panonia, para el 453 volvía a estar en pie de guerra. Ahora iría contra Italia. Después de una campaña de botines y victorias --un misterio de la historia--, llegaba a Roma para regresar por donde había venido. Las historia de San León, recopilada por Santiago de la Vorágine en su Leyenda dorada, nos cuenta que León, por aquel entonces Papa de Roma, pidió encontrarse con Atila. Llegado el encuentro, intercambiaron algunas palabras y Atila ordenó ante el asombro de todos la retirada a sus huestes. Según Santiago de la Vorágine, uno de sus allegados, extrañado por la decisión de Atila, le preguntó por qué decidía tal cosa. A lo que Atila respondió: "cuando fui a entrevistarme con León, vi que a su derecha un guerrero invencible le custodiaba". Cristo, sin duda.
Ante los saqueos y correrías de los hunos por el norte italiano, los habitantes de la hoy Lombardía corrieron en busca de algún refugio. Los habitantes de Aquilea, eso cuentan ciertas fuentes, huyeron hacia las riberas del Adriático, donde una laguna arropaba una serie de islas, Venecia. Durante el curso del siglo VI llegarán más habitantes huyendo de la ocupación franca de Istria y de la invasión lombarda. Estos primitivos venecianos, obligados por la escasez de recursos de tan despojado paraje, comenzaron a sobrevivir a base de una muy peculiar economía lacustre: dedicaron sus esfuerzos a la obtención de sal y a la pesca; con este producto ganado al mar comerciaban con sus vecinos. Hacia el siglo VIII seguirán el ejemplo de Comacchio, ciudad comercial en la desembocadura del Po, y entablarán relaciones con el rutilante Oriente. Mientras el Occidente se sume en una época de feudos, vasallajes, vida al interior de murallas y teocracia, Venecia ve sus puertos repletos de especias, sedas y oro, y por una alianza por demás ventajosa con Bizancio obtiene un papel preponderante en el Mediterráneo durante toda la Edad Media: Bizancio reconoce su autonomía y la soberanía de sus duces y Venecia se vuelve el enclave por el cual los productos refinados del Oriente se abren paso a un Occidente que los paga a precio de oro. Pronto Venecia es ama y señora del Adriático entero; Dalmacia será su área segura de influencia y de obtención de ingresos. Este pueblo, antes de humildes pescadores, ahora de comerciantes y banqueros, no sucumbirá ante el ascetismo y la cristiandad monacal que imperan en el norte de Europa, verá venir, junto con el oro y las especias, las obras de la Antigüedad y los últimos ingenios de la ciencia árabe y bizantina; no perderá el vínculo con el espíritu antiguo, mundano, festivo y conforme con las vicisitudes de la vida: la melancolía junto con la alegría desbordada, la pasión jovial y tranquila al lado del desenfreno y la violencia, aquello que se celebraba y se admitía por igual en el arte y la literatura clásicos, sin la búsqueda de verdades absolutas y el conocimiento perfecto del juicio divino, en aceptación de las contradicciones que Fortuna siembra en el caminar humano.
Aria sopra la Bergamasca a 2 canti (Marco Uccellini)
Sonata III a violino solo (Giovanni Battista Fontana)
Sinfonia XI in eco a tre voci (Salomone Rossi)
Symphonia XIV La Foschina (Marco Uccellini)
Sonata IV a violino solo (Giovanni Battista Fontana)
Canzon La Pighetta a 2 (Tarquinio Merula)
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