martes, 2 de noviembre de 2021

La era de las consagraciones prematuras



El arte plástico post-tradicional consiguió lo que su equivalente musical nunca pudo: en una jugada posmoderna como pocas, logró convertir sus productos en una representación de la riqueza y el amor a la cultura, en objetos de lujo solo alcanzables por las élites económicas y culturales de las sociedades occidentales, integrando en un mismo amasijo a artistas, críticos, instituciones y capitales.

A partir de que el museo se afianzó como el lugar privilegiado para el encuentro de las personas con la cultura, al menos en Occidente, algo cambió para siempre en la vida cultural, pues era como si la vía al reconocimiento siempre o casi siempre pasase por el museo; en última instancia ahora podría bastar con conquistar a la gente de esta institución para conseguir un tipo de consagración rápida (o automática) que antes no existía. En la cima del sistema de valoración museístico estaba la figura del crítico, una persona idealmente capacitada, por su cultura humanista y artística, para discernir (en un tiempo más corto que aquel de una vida humana) qué de todo el universo artístico/cultural valía la pena como para darle un lugar en el siempre limitado espacio del museo, esto cuando antes esa suerte de consagración había de pasar muchas de las veces por un consenso más amplio pero más difícil e impredecible, el del público, y tras lapsos indeterminables de tiempo.

El museo subvirtió por completo muchas de las ideas que se tenían del arte al cambiar casi sin quererlo los canales y los «epicentros» del consenso. Es curioso pensar cómo muchas de estas instituciones comenzaron como simples colecciones en las que se buscaba reunir obras que a juicio de sus promotores resultaban valiosas o simplemente atractivas. El poder de acumulación y exhibición de algunas de estas instituciones llegó a ser tan grande que varias de ellas, más allá de una función original privada, se convirtieron en centros de exhibición públicos que dotaron a amplios grupos ciudadanos de un lugar de contacto con un espectro cultural extraordinario ajeno a cuanto ese público veía en el día a día. Y bajo la lógica funcional del museo de ser un centro abocado a la exhibición, nacen otros tantos espacios durante los siglos xviii y xix: las exhibiciones y ferias de arte, los centros culturales o las salas de concierto.

 

Las burbujas del consenso

Con respecto a las redes sociales, a menudo se habla hoy de las cámaras de eco, una metáfora con la que se señala la capacidad de las redes y de los grupos que se forman a su amparo de reafirmar las perspectivas y puntos de vista de un usuario específico brindándole la ilusión de que una mayoría opina como él. Esto se da, como ahora se dice tanto, porque los algoritmos, que dan la pauta a las redes de qué cosas y temas hacer más visibles a los usuarios dado el interés mostrado, llevan a estos de manera preferente a sitios que probablemente serán de su agrado, y a reunirse con comunidades de gustos y opiniones semejantes. Entonces al moverse el usuario a través de las redes, este no hace sino «confirmar» que casi todos a cuantos ve comparten su forma de pensar, y si hay otras comunidades con formas de pensar radicalmente distintas, estas pueden quedar con cierta facilidad en la oscuridad del desconocimiento.

Algo semejante a estas burbujas se ha formado en comunidades artísticas como la musical y la de las artes plásticas. Esa música que ahora —de manera un tanto objetable— llamamos música académica no es sino el último eslabón de una de las tantas tradiciones musicales europeas, específicamente, aquella de la música que comenzó a escribirse (anotarse) en algún momento de la alta edad media. Y pese a que es una tradición que ha estado en competencia (convivencia, ¿por qué no?) con otras culturas musicales, fue la que entre los siglos xviii y xix se hizo de una mayoría de espacio de exhibición en las salas de concierto europeas, y con esto también adquirió el prestigio que ello implicaba.

Asimismo, el prestigio de los géneros artísticos (culturales) tiene siempre un lugar de gestación (un «epicentro»), y en el siglo xix este lugar era la crítica (afincada en editoriales especializadas en el rubro o bien, en las instituciones museísticas), que estaba constituida de forma mayoritaria por personas de clase media y alta que cotidianamente comentaban sobre los conciertos y exposiciones que tenían lugar en las ciudades, pero que naturalmente concedían más atención a aquellas músicas y expresiones artísticas que se practicaban y consumían en su propio medio social (el antropologismo de analizar lo que hacían otros sectores sociales, o aun otras culturas, era todavía una práctica poco común). Su universo de análisis por tanto se centraba en la música escrita de los autores europeos, por una parte, y en esas obras plásticas concebidas bajo el esquema de un autor individual determinador de las directrices conceptuales más importantes de las obras, relegando a la casi inexistencia (o al menos a la inexistencia en el campo de la teoría artística) a las expresiones plásticas de índole tradicional o colectiva. Una vez desbrozada esta paja, la mirada crítica se enfocaba en las obras de los autores, y no fue extraño que estas fuesen las que ganaran el prestigio de ser las mejores, aquellas en las que el genio artístico se expresaba; obviamente ese «genio artístico» se encarnaba casi con exclusividad en la forma de individuos [blancos y europeos, pero ese es otro tema], más que de grupos artísticos. Hay excepciones, pero son eso: excepciones.

Hay que considerar también que la figura de la crítica es algo inédito y particular de las sociedades liberales europeas: hasta ese momento nunca o casi nunca había quedado fijo con los instrumentos de la crítica y la historiografía del arte qué obras eran las que poseían mayor valía artística. El juicio de ese grupo de personas ahora permitía a los consumidores de productos culturales navegar con mayor comodidad habiendo dejado a un lado a una mayoría de lo producido incluso por el Occidente europeo, y ni qué decir de las creaciones americanas, asiáticas, etc., que por default pocas oportunidades tenían de ser valoradas bajo este esquema por no ser obras de genios creativos individuales. Esas obras estaban bien para los nacientes museos de antropología, y por un buen tiempo este sería su límite de integración.

De la mano del establecimiento de este aparato crítico se va consolidando la idea de que, tal como existen las élites en la sociedad, existen también élites artísticas y con ellas genios, obras maestras y nuevas idealidades, como aquella de la trascendencia artística. El arte ya no era una actividad corriente, sino esa entidad que causaba la nueva devoción de los círculos liberales, quizá reemplazando a la cada vez más desacreditada religión como depositario espiritual de la cultura. Ahora existía el Arte y aparte de él estaban todos esos otros personajes que aunque pintaban y tocaban instrumentos o componían canciones, no llegaban a recibir el reconocimiento de las más acreditadas instituciones artísticas (cuando se podía se los relegaba llamándolos artesanos o artistas populares).

La burbuja del consenso se había formado y algo se insinuaba: era Artista o Músico aquel cuya obra era exhibida en museos o salas de concierto, o aquel cuyo nombre aparecía con firmeza en las páginas de los libros de historia.

 

Burbujas que se rompen y burbujas que permanecen

Sin embargo, sobre todo en música, esta burbuja tarde o temprano habría de romperse. Al tratarse de un arte omnipresente que existe mucho más allá de las salas de concierto clásicas y al contar con una industria que jamás llegó a circunscribirse por completo a estas, la música siempre tendría innumerables perspectivas y campos de desarrollo. Sobre la música escrita, es curioso ver cómo esta se adentra en el siglo xx con obras revolucionarias que paso a paso van minando los consensos de su propia tradición. La Consagración de la primavera (1913) ponía en entredicho toda la tradición europea de composición rítmica con sus compases siempre variables, mientras que el Pierrot Lunaire schoenberguiano (1912) convertía el drama escénico en una expresión del subconsciente en que con destellos sonoros atonales se representaba el informe devenir de la emocionalidad humana. Con obras como estas, uno podría creer en la continuidad e irreversibilidad del progreso musical, y que el gran arte musical seguía ligado a la tradición de la música escrita.

Pero esto era solo una narrativa, una de una infinidad posible. Lo cierto es que la burbuja de esa cultura musical no podía sino romperse al cobrarse consciencia de que había mucha más música y de que mucha de ella era más pujante y estaba más en sintonía con los cambios en el mundo y la cultura. No muchos se darían cuenta en aquel momento, pero el mundo colonial eurocéntrico estaba entrando en un largo ocaso mientras que despuntaba otro mundo en el que, al menos en el hemisferio occidental, la cultura estadounidense cada día se manifestaba con más fuerza, y su música, o sus músicas, no eran aquellas que se oían en silencio y devoción en las salas de conciertos, sino músicas populares de raíces africanas o europeas (como el ragtime o las polcas). Por algún tiempo más el mundo de la teoría musical estuvo dominado por europeos o por americanos queriendo imitar europeos, pero lo cierto es que la música de fuera de las salas de conciertos era la que más rápido evolucionaba y la que acogía con más naturalidad las últimas innovaciones técnicas o los tópicos del mundo secular, mientras que buena parte de la música de las salas de concierto, obsesionada con la idea del progreso continuo, se hacía cada vez más innecesariamente compleja y buscaba maneras cada vez más enrevesadas de huir de su historia y tradición, en una concepción malentendida de progreso que aún afecta a muchas de las producciones culturales de estos tiempos.

A alguien que solo se enterase del acontecer musical por lo dicho por la historiografía musical consagrada podría parecerle que el serialismo o la música estocástica eran la vanguardia de todo el universo musical porque se los presentaba como tales (porque para muchos en la llamada música académica no podía concebirse otro progreso histórico que aquel en el que por medio de vanguardias revolucionarias se avanzaba a saltos; si no existía ruptura, la legitimidad de los movimientos podía ponerse en entredicho). Lo cierto es que a cualquiera con el suficiente contacto con cuanto acontecía por fuera mucha de esta música le resultaría irrelevante y poco significativa, una música compuesta en una torre de marfil, excesivamente teórica (cuando no casi escolástica) y cada vez menos en contacto con las realidades del mundo. Cada vez resultaría más difícil hacer pasar esta música de pretensiones trascendentes como la única gran música del mundo, como la única con el derecho de llamarse Música; mientras que en cuestión de unas cuantas décadas en la música secular los géneros se multiplicaban y los cambios de gusto estaban a la orden del día, lo que ponía en entredicho que pudiese haber autoridades musicales inapelables para toda la diversidad de manifestaciones que de forma continua estaban eclosionando.

Tanto en música como en artes plásticas, otro par de fenómenos asociados a este de las «burbujas» son los que llamaré aquí «la consagración prematura» y los «laboratorios culturales». La consagración prematura nace de la premisa de que como autor bastaba con ser avalado por una institución o autoridad establecida para que una obra casi al momento mismo de nacer estuviera considerada como una obra de calidad extraordinaria (y el fenómeno se acrecentaba cuando se trataba de la comisión directa de una institución a un artista, porque el mismo hecho de dar ese voto de confianza era el aval de que se le consideraba un artista de importancia; dicho de manera tosca: tales obras contaban de antemano con un pedigrí artístico). Además, para todas las obras que llegaban a museos y salas de concierto, la probabilidad de que se le avalase era alta ya que tanto los artistas adscritos a las instituciones como los críticos eran social y profesionalmente cercanos y la crítica de estos últimos solía dirigirse casi con exclusividad a las obras de los primeros, cuando no eran esos mismos críticos los que invitaban y daban comisiones a los artistas que consideraban por descontado como buenos y/o trascendentes. Por su parte, la idea del «laboratorio artístico» nace de que se llegase a un exceso de semejanza entre la práctica y la teoría artística, de esta manera, artistas muy cercanos a las instituciones y los medios críticos harían sus obras directamente como respuestas a tópicos planteados por los teóricos, y por tanto tendrían más probabilidades de ser bien recibidas por estos. Se llegaba a un punto en el que el teórico podría prefigurar las prácticas artísticas, pudiendo llegar a ser estas una puesta en práctica de los postulados de las teorías del momento (tal como en las ciencias, en las que las teorías se ponen a prueba en los laboratorios para verificar su validez, solo que aquí en lugar de primar la rigurosidad de observación de la ciencia, lo que primaba era la excesiva similaridad de pensamiento entre teóricos y artistas y una anticipada corroboración positiva de las «teorías» en el «laboratorio artístico»). Toda una suerte de círculo vicioso (casi endogámico) en el que entre unos y otros se validaban y respaldaban dificultando el acceso a los círculos artísticos a personas con concepciones divergentes.

Como queda visto, es difícil conservar (o siquiera intentar establecer) un consenso de valor en el mundo musical, ya que la música tradicional («clásica») tuvo que enfrentarse con una serie de músicas mucho más ampliamente diseminadas y mucho más abiertas a influencias diversas. El mundo musical es sin duda todavía en la actualidad un mundo multipolar donde las pretensiones de centralismo jamás podrían llegar muy lejos, al menos en sociedades tan entrelazadas entre sí como las actuales. Sin embargo, por alguna razón, no ha sucedido esto mismo en las artes plásticas. El museo en este sentido se mostró como una institución mucho más sólida que la sala de conciertos. Pero ¿qué hay detrás de esta solidez?

No es aventurado decir que algo que sí pasó en las artes plásticas pero no en música fue que en aquellas se creó un nicho claramente diferenciado de la tradición, y esto sobre todo a partir de los años 60 o 70 del siglo xx, cuando la pintura comenzó a perder vigencia y se establecieron géneros y prácticas que no contaban con paralelos en el mundo de las artes de la «baja cultura» (expresión odiosa donde las haya, pero que sirve para describir una estratificación aún presente pero no siempre abiertamente admitida en el arte occidental). Todo aquello que antes hacían pintura y escultura respecto de la representación de la realidad (o de realidades subyacentes o no evidentes) lo hicieron con una eficacia mucho más grande primero la fotografía y luego el cine (con su capacidad de recrear relatos que van desde la sencillez hasta la más compleja estratificación narrativa); quizá sea esta una de las principales razones de la devaluación de la representación pictórica y uno de los motivos por los cuales la mayor parte de los principales ismos de la primera mitad del siglo xx buscarían encontrar formas alternas y no «literales» de representar la realidad. Pero en algún punto también las «representaciones alternativas» y la abstracción dejaron de tener encanto incluso para aquellos públicos cercanos a la evolución del arte promovido por las galerías y museos; y al tiempo que la representación pictórica perdía el respaldo universal de aquel público (porque la representación «plástica» de la realidad nunca ha perdido vigencia en ámbitos como la publicidad, la televisión y muchos de los rubros más rentables, vigentes y potencialmente creativos de la cultura actual), surgía con fuerza el arte conceptual, que retomaba —de manera un tanto tardía, quizá— el ethos de las obras más radicales de Marcel Duchamp, con lo que se proponía como labor primordial del arte el cuestionamiento continuo de la expresión artística. El cuestionamiento de la representación en vez de la representación misma, un arte que idealmente al nacer era ya de por sí una crítica de sí mismo y de su hacer (lo que pasado el tiempo dejó a la crítica [externa] desarmada y en el papel de simple validadora de lo producido mediante figuras a veces casi cómplices como la del curador o los comisarios, pues idealmente en la concepción de este arte el artista, aparte de ser autor, estaba también investido con las facultades del crítico). Por una causalidad inédita incluso el aparato crítico había acabado un tanto subyugado por la figura del artista y por los artífices detrás de esta figura: los galeristas y las instituciones artísticas, quienes podían ver en el artista a un talento al cual promover o a un activo en el cual invertir, sobre todo una vez que hubo grandes capitales y compradores involucrados en la industria.

El arte plástico post-tradicional logró así lo que su equivalente musical nunca pudo: en una jugada posmoderna como pocas, logró convertir sus productos en una representación de la riqueza y el amor a la cultura, en objetos de lujo solo alcanzables por las élites económicas y (en menor medida) culturales de las sociedades occidentales, integrando en un mismo amasijo a artistas, críticos, instituciones y capitales. ¿Se romperá algún día esta tenaz burbuja? ¿La gente volverá a reconocer que la plástica nunca terminó, sino que emigró a montones de sitios completamente alejados de las rancias galerías y museos, a sitios como la industria cinematográfica y televisiva, la publicidad, la ilustración y un inacabable etcétera? ¿Podrá pasar como en el medio musical en el que la música clásica europea se ha visto obligada a asumirse como solo una tradición entre muchas otras?


lunes, 24 de mayo de 2021

Yama Warashi, en las fronteras siempre fértiles de la psicodelia


En el proyecto musical de Yama Warashi se contraponen influencias muy diversas a una raíz musical fuertemente japonesa, con lo que Yoshino Shigihara —la mente detrás del proyecto— delinea una psicodelia imaginativa que desafía muchos de los convencionalismos del género.








Resultan en verdad apropiados los términos que se utilizan en la cultura popular global (pop) para señalar la polaridad entre lo ampliamente conocido y aquello que es conocido por pocos o por grupos sociales claramente localizables: lo mainstream y lo underground. Lo más apreciable de estos términos es lo ilustrativos que son al retratar a ambos extremos como corrientes: la corriente principal, que influencia de forma sistemática en millones de personas y que está a la vista de casi cualquiera (excesivamente a la vista a veces), y una corriente que se infiltra por lo bajo y que tiene una repercusión a la medida de los escasos lugares por los que corre y cuya notoriedad es más azarosa cuanto más pequeño es su caudal o cuanto más corto es su trayecto. En torno a la existencia de esta polaridad existen diversas calificaciones de uno u otro polo que la mayor parte de las veces son erradas. Según la más común de ellas, el underground y sus aficionados son aventureros que se adentran en terrenos desconocidos yendo más allá de la superficie, mientras que las personas consumidoras del mainstream son quienes no tienen la curiosidad intelectual suficiente para recorrer otros caminos y permanecen consumiendo lo que por afán de lucro se les pone en bandeja. Obviamente se trata de maneras caricaturizadas de retratar a ambos polos y a los humanos que les dan sustento, y resultan nocivas cuando se llega a posturas automáticas en que se califica a todo lo mainstream como malo y viceversa. A estos moralistas de la popularidad se les pasa el hecho de que muchos artistas ampliamente conocidos llegaron a serlo por ser muy talentosos y por tener la capacidad de conectar con contenidos novedosos con amplios públicos dispuestos a oír lo que ellos tenían que decir, así como también se les pasa reconocer que muchos artistas del underground permanecen en el sótano por su incapacidad de comunicar sus mensajes (cuando puede afirmarse que los tengan) y darles relevancia. Lo que es cierto es que para la mayor parte de los artistas de todas las capacidades resulta a menudo complicado encontrar los canales adecuados para dar difusión a su música o a su arte, porque como en cualquier ámbito social/humano, la base de relaciones con que se cuenta es uno de los factores primordiales para lograr la difusión que se desea; y ahí también el mito meritocrático resulta muy torpe para retratar lo que pasa con muchos buenos artistas que nunca llegan a asomar la cabeza por fuera del underground. A algunos que dan el paso del subterráneo al mundo al aire libre les basta con ser públicamente reconocidos en algún momento por algún medio de renombre para por lo menos tener una oportunidad de jugar algo en esa liga. Pero esa oportunidad puede ser tan rara como una en un millón. 

Así es como a medias me explico que una artista de la originalidad y de la capacidad técnica de Yama Warashi (alter ego musical de la japonesa Yoshino Shigihara) tenga apenas unas cuantas votaciones en el RYM (Rate Your Music) y que su música suene poco para la mayor parte de los aficionados a la psicodelia o la neo psicodelia, géneros que en estos tiempos están lejos de perder vigencia y dentro de los cuales el proyecto de Yama Warashi podría ser uno de los más distintivos y alejados de los convencionalismos más cansinos. Uno puede romantizar en exceso el underground atribuyendo su desconocimiento a ser «complicado de entender», pero en el caso de la música de la Warashi esa mitología victimista no viene para nada a cuento, cuando al contrario esta música puede ser caracterizada por su facilidad y prolijidad melódicas y por aportar una mirada no occidental pero refrescante y fácil de asimilar a los géneros psicodélicos. Desde el mismo nombre se transparenta esta voluntad de Yoshino de utilizar su música y su alter ego artísticos como medios para seguir inserta en la cultura japonesa pero actualizándola y dándole vigencia en el mundo actual. El nombre Yama Warashi significa, según lo dicho por Yoshino, «pequeño espíritu infantil que habita en las montañas». Y este nombre no es en vano, porque su música resalta por su espíritu de juego; al respecto no dejan mentir sus ejecuciones en vivo, que nos dejan ver claramente lo juguetona que es su manera de entender la música, con voces confrontadas en diálogo y delicadas y cándidas secuencias de teclado o sax.

El relativo desconocimiento actual de su música también puede deberse a que su carrera aún es corta y ha empezado por circuitos periféricos. Yoshino comenzó tocando en Bristol, Reino Unido, en cafés o bares mientras estudiaba en una estancia de intercambio, y fue allí con sus modestos medios que empezó a formar su grupo. 2016 fue el año en el que Yama Warashi publicó sus primeras grabaciones en Reino Unido: MOON ZERO, un EP que consolida de una manera importante su perfil artístico, y Moon Egg, su primer LP, en el que se adentra con mayor profundidad en algunas de las convenciones de la música psicodélica incorporando más pasajes de guitarra eléctrica y partes instrumentales más complejas.

Como quiera que sea, los ingredientes básicos del estilo musical de Yama ya estaban fuertemente perfilados desde MOON ZERO. En palabras de la propia Yama/Yoshino, su música toma inspiración de cuatro fuentes principales: la música de danza japonesa, Bon Odori (盆踊), el free jazz, la música africana y la tradición psicodélica. Y este mestizaje se refleja claramente en la misma instrumentación, en la que se incorporan guitarra eléctrica (que las más de las veces toca únicamente pequeños motivos, más que solos, y por tanto tiene un papel importante pero no protagónico), percusiones de tipos variados (incluyendo de forma importante marimbas, glockenspiels, tambores de mano, etc.), instrumentos que dan color a las piezas como el koto japonés, y en rol protagónico, sintetizadores y teclados, que suelen ser los conductores melódicos de la música y una fuente primordial de texturas electrónicas, así como el saxofón, que puede fungir como el portador de las melodías principales o aportar de manera discreta con algunas notas a la textura musical (es de notar que este instrumento en muy raras ocasiones evoca los estilos de cualquiera de los géneros del jazz). Pero si es posible afirmar que una de estas tradiciones musicales es el principal fundamento de la música por sobre las demás, esta sería la música de danza japonesa, pues es habitual que las melodías empleen escalas musicales japonesas y motivos danzables que de inmediato evocan a la música tradicional de aquel país, y esta primacía que da Yoshino a lo japonés sobre el resto de influencias es quizá lo que más distingue a su proyecto de los de otros coterráneos que, en busca de insertarse en el mundo de la psicodelia y otros géneros de origen occidental, acaban dejando de lado muchas características musicales que podrían enriquecer sus canciones y abrir opciones diferentes, sonando al final como otros tantos grupos que pueblan el género y aceptando sin rechistar la hegemonía anglosajona en este terreno. Y es que si también hay algo que hacen notar grupos como Yama Warashi o Altin Gün, es que la psicodelia es un género muy presto a mezclarse con otras tradiciones musicales, y que de este mestizaje se obtiene una música muy enriquecida, ampliándose incluso lo que se entiende con un término tan ambiguo, pero también tan ávido de reinterpretaciones, como el de psicodelia.

En discos posteriores Yama se ha mantenido en este empeño de mestizaje musical, demostrando con Moon Egg (2016) cómo su visión musical puede acercarse más a la psicodelia convencional sin cejar en la reafirmación de la tradición japonesa, y refinando su propuesta en Boiled Moon (2018) con una instrumentación y composiciones más austeras, pero que preservan las fuentes de la música de Yama. Puede incluso sentirse que en esta última producción Yama se aleja de la psicodelia (o de sus convenciones más obvias) en favor de una música más racionalista y pura en la que se distingue mejor la interacción entre las demás fuentes, y en la que Yoshino se centra con mayor intensidad intelectual en su propio discurso sin importarle las modas musicales o las expectativas de cuantos han seguido su música. Este cambio relativamente radical también puede deberse a la mudanza de Yoshino de Bristol a Londres, en donde la artista ha incorporado a nuevos miembros al grupo buscando hacerlo más femenino, y en donde también ha entrado en contacto con colegas musicales como Cathy Lucas de Vanishing Twin, con quien en ocasiones toca. Todo este giro de las circunstancias puede generar buenas expectativas acerca de lo nuevo que venga en su discografía. Habrá que estar al tanto.

«Moon Egg», del disco Moon Egg (2016).

«Blue and Gold», de Moon Egg (2016).

«Mycelium Roost», de MOON ZERO (2016).

«NO FACE», de MOON ZERO (2016).

«Moon Bon Dance», de MOON ZERO (2016).

«Boiled Moon», de Boiled Moon (2018).

«Kofun No Uta», de Boiled Moon (2018).


viernes, 12 de marzo de 2021

Electrically Possessed: Switched On Vol. 4 (Warp/Duophonic, 2021). Reseña

 


A partir de 2018, cuando Elektra Records finalizó su contrato con Stereolab y se liberaron los derechos de los álbumes que el grupo había grabado con ellos —adquiriéndolos Duophonic y Warp Records—, Tim Gane y compañía vieron una oportunidad especialmente buena para dar una mayor difusión a buena parte de su catálogo y decidieron remasterizar y reeditar a lo largo del 2019 los siete discos objeto de esa colaboración. Complementando ese impulso de dar difusión a la música de su corpus, este año ha tocado el turno a una serie de grabaciones sueltas realizadas mayoritariamente entre 1998 y 2008, que fieles a su proceder, Stereolab reedita ahora como una nueva compilación de rarezas que se suma a la serie Switched On (cabe recordar que este grupo nunca ha gustado de las compilaciones de éxitos —solo existe una, Serene Velocity, hecha por iniciativa de Elektra— y prefiere realizar compilaciones con el material no utilizado en los LP principales, ya se trate de material inédito o de grabaciones desperdigadas en EP, maxis y singles, por lo que este lanzamiento posee de inicio un mayor interés que un greatest hits típico). Otra cosa que no sorprenderá a los que conozcan la serie de los Switched On es que pese a conformarse por canciones no recogidas por los LP principales, es frecuente encontrar más de una joya en ellos (el segundo de la serie, más conocido como Refried Ectoplasm, incluye «French Disko» y «Lo boob oscillator», por citar dos de muchas).

A esta tradición de juntar material alterno en un álbum o álbumes en formato LP se suma el último integrante de la serie, Electrically Possessed: Switched On Vol. 4, en el que se reúne el minidisco The First of the Microbe Hunters (2000), el EP The Underground Is Coming (1999), los singles Free Witch and No-Bra Queen / Speck Voice (2001), Solar Throw-Away / Jump Drive Shut-Out (2006), Explosante Fixe (2008), canciones diversas grabadas en compilaciones multiautorales, alguna pieza creada expresamente para una exhibición artística, «B.U.A.» (1998), y un par de piezas completamente inéditas.

Lo primero que destaca en una escucha inicial es que, pese a lo heterogéneo de su origen, no resulta un álbum incoherente o que parezca hecho de retacería, ello quizá porque se trata en su mayoría de canciones plenamente producidas y porque se aborda una etapa en la que el grupo ya contaba con un estilo consolidado (a diferencia de sus agitados años noventa, cuando cada disco suponía un giro estilístico y una puesta en punto de su proyecto de pop inteligente) y con un sonido claramente perfilado hacia lo que ahora se da en llamar indietronica (un género del que son claros pioneros en los 90 junto a Broadcast). Además es destacable la secuenciación, ya que alterna tracks largos o de estilo «grave» con tracks ligeros de una manera eficaz, haciendo olvidar la duración relativamente prolongada del álbum (1 h, 44 min, repartidos en dos discos).

Comienza el periplo con el minidisco The First of the Microbe Hunters (2000) (pistas 1-7), un lanzamiento caracterizado por el mayor protagonismo que dio el grupo a la paleta electrónica ya presente en Cobra and Phases... o en Dots and Loops, además de por una exploración más profunda en las aguas del lounge y la exotica. Ningún track ejemplifica mejor esto último que «Outer Bongolia», pista inicial del disco y una suerte de jam compuesto por un ostinato breve sobre el que se improvisan las ornamentaciones variables de un órgano Farfisa y pianos eléctricos. Sin embargo la aplicación más fina del estilo inspirado en la exotica viene sobre todo en «Intervals» y «Nomus et Phusis», ambas, piezas bipartitas caracterizadas por un inicio lento y fuertemente melódico y partes finales con un sonido más robusto y asentado en cadencias de bajo propulsivas y casi bailables, y con sonidos de teclado especialmente texturizados que resaltan las diferentes partes musicales. «Barock-Plastic» es quizá el momento más roquero de toda la compilación, en el que, cosa insólita en Stereolab, se llega a esbozar lo más parecido que hay en estas casi dos horas de música a un riff de guitarra eléctrica. Pero quizá lo mejor de este minidisco son sus tres últimas piezas. «I Feel the Air {of Another Planet}» (¿el título hace referencia a Schönberg?) se encuentra entre lo mejor que el grupo haya grabado junto a John McEntire y es un track evanescente e inusualmente atmosférico para los estándares de la banda. «Household Names» es una pequeña gema del pop de laboratorio de Tim Gane y Laetitia Sadier, y resulta más caleidoscópica y entretenida de lo que aparenta en una primera impresión. Finaliza el minidisco con «Retrograde Mirror Form», cuyo título de nuevo hace un guiño a Schönberg, aunque lo cierto es que en sus tres partes alude de manera alternada tanto a la música minimalista de Reich como a los vastos frescos instrumentales del TNT de Tortoise; la última de sus tres partes resalta por su tono tirado al exotismo y la inclusión de una guitarra slide lánguida y hedonista que funcionan a la perfección para sumergir en un crepúsculo musical a este grupo de canciones. Este primer disco se completa con tres piezas de distinto origen (tracks 8-10): la primera es la versión original de «Solar Throw Away», cuya encarnación definitiva forma parte del single de 2006 del mismo nombre, y que en esta versión se presenta como una pieza más intimista y emocional (destaca una sección intermedia que funge como puente y que se encuentra totalmente desaparecida de la versión final; la cual aparece en el segundo disco y se caracteriza por tener una estructura más sencilla, aunque con una ornamentación electro mucho más sofisticada). Por su parte, «Pandora's Box of Worms» es una suerte de esbozo instrumental de carácter experimental que vale la pena oír, aunque francamente no se encuentre entre lo más destacable de esta colección. El último track de este primer disco es «L'exotisme interieur» (siempre es buen ejercicio en piezas de Stereolab ver qué es mejor, si el título de las canciones o la música), que forma parte del single Explosante Fixe (¿otra referencia a música atonal?), y se trata de una canción con un ligero tinte melancólico escogida con la agudeza para la secuenciación típica de la dupla Gane/Sadier para cerrar el primer disco.

El segundo de los discos abre con la pujante y desvergonzadamente pop «The Super It», caracterizada por su brillante contrapunto vocal à la Stereolab (cortesía de Laetitia Sadier y de la prematuramente fallecida Mary Hansen) y una estructura en capas. Esta canción forma parte del EP The Underground Is Coming (2001), cuyas canciones se reparten en su totalidad por este segundo disco: «Fried Monkey Eggs», en su versión instrumental y en su pegadiza y ocurrente versión vocal, y «Monkey Jelly», que a pesar de solo consistir en vocalizaciones sin sentido, es notable por un carácter sombrío y melancólico que contrasta fuertemente con el resto de las piezas del EP. «Explosante Fixe» destaca en la primera mitad del disco por sus pasajes instrumentales cercanos al mundo de la exotica y un carácter algo triste escondido tras layers de marimba y sintetizador. Una de las mayores sorpresas de la colección viene con "B.U.A.", una pieza de ocasión compuesta para una exhibición de 1998 del artista Charles Long, y que pese a este origen más bien contingente, destaca por una sonoridad experimental plagada de florituras electrónicas y un carácter especialmente emotivo. También resulta muy destacable «Free Witch and No-Bra Queen», con su sección introductoria en que aparece un phasing al estilo de Reich, y con una amplia variedad de secciones que transitan por diferentes climas emocionales. A estas piezas que conforman el sólido núcleo del segundo disco se suma la inconsecuentemente lúdica «Variation 1», que es todo un muestrario de los registros del sintetizador Moog (la pieza es una comisión a Stereolab para la banda sonora de un documental hecho en honor al creador de este histórico instrumento). Hacia el final de disco destacan «Dimension M2», una pieza electro pegadiza escogida con tino para ser el primer sencillo promocional de esta compilación; «Calimero», fruto de una colaboración con la artista avant garde francesa de los 60 Brigitte Fontaine y que destaca por el lascivo y fuertemente intencionado fraseo de la Fontaine, quien releva a Sadier como la front woman de Stereolab por esta ocasión; y para el cierre difícilmente pudieron escoger una pieza más adecuada que «Speck Voice», que comienza con un intro enigmático que recuerda a algunas de las piezas más siniestras del Sound Dust, seguido por una amplia sección cimentada por un groove denso y funky coronado por vocalizaciones melancólicas y atmosféricas.

En un principio no esperaba que esta cuarta entrega de la serie Switched On fuera a estar a la altura de las precedentes, sobre todo porque abarca el periodo que a priori me parecía el menos interesante de la banda, cuando su estilo se encontraba ya en buena medida consolidado y se había perdido buena parte del encanto de la novedad. Sin embargo es grato ver que la creatividad que ha caracterizado a Stereolab la mayor parte de su carrera es palpable a través de este material diverso que muestra el gusto casi perenne del Groop por las estructuraciones musicales sui géneris y por la experimentación sonora, aunque siempre orientadas ambas características por una búsqueda de la comunicabilidad (accesibilidad) y la eficacia artística y expresiva. Quizá el afán de conjuntar estas características que a primera vista parecen incompatibles fue el que forjó su proyecto a largo plazo: elaborar una música tan accesible y directa como el pop (con licencia para usar sus recursos y no renunciar a su tono brillante y atractivo) pero crítica en sus letras y en su praxis musical y abierta a la integración estilística y tecnológica. Una música que fue más allá de las restricciones del rock de su tiempo y que fue quizá una de las primeras que de forma deliberada buscaron formular una suerte de estilo post género.

Calificación: 9.1/10