martes, 30 de agosto de 2011

La melodía eficaz

La Sibila de Cumas (1616-17), de Domenichino (1581-1641)


Udir musico mostro, o meraviglia
Che s'ode sì, ma se discerne appena,
Come or tronca la voce, or la ripiglia,
Or la ferma, or la torce, or scema, or piena,
Or la mormora grave, or l'assottiglia,
Or fa di dolci groppi amplia catena,
E sempre, o se la sparge o se l'accoglie, 
Con egual melodia la lega e scoglie.

(Escuchad  al músico prodigioso, ¡qué maravilla!,
Que se oye, sí, pero se entrevé apenas,
Cómo ahora trunca la voz, ora la retoma,
Ahora la detiene, ahora la retuerce, bien mengua, bien crece,
O la modula grave, o la adelgaza,
O hace de dulces grupos amplia cadena, 
Y siempre, ya la esparza ya la recoja, 
La ata y desata con proporcionada melodía.)

Giovan Battista Marino, Adone, VII, 33


Muy poco se repara en que lo que a veces parece lo más sencillo de realizarse puede ser en realidad lo más complicado. Sólo nos damos cuenta de que la propia forma en que relatamos y describimos con palabras, tonos e inflexiones de voz las cosas en el hablar cotidiano es de una complejidad impensable cuando llegamos a ser conscientes de que con palabras e inflexiones de voz casi nunca premeditadas podemos comunicar a nuestro interlocutor la materia misma de una situación: el ambiente en que se produjo, los objetos en el espacio y los instrumentos que se utilizaron en la acción, los diálogos mismos de quienes participaron, e incluso nuestra opinión sobre lo sucedido. La imaginación de quien habla y de quien escucha se alían para dar significado a las palabras. Pero este acto instantáneo de comunicación no sería posible si el que habla y el que escucha no reconociesen detrás de las mismas palabras las mismas ideas o si no reconociesen que ciertos tonos de voz dan a entender estados de ánimo o actitudes respecto a lo dicho no expresables con las puras palabras. Y no es que esas inflexiones y cambios en el tono sean convenciones que se puedan entender con un manual en mano, más bien son prácticas de locución cuya eficacia está dada por la experiencia y se comprueba en ella; si estamos enojados alzamos la voz para dar a entender con claridad nuestro enojo; la forma es producto de la eficacia, y las situaciones en que la comunicación debe ser eficaz son tantas, que no existen las más de las veces formas precisas y reglamentadas de expresar las cosas; sin embargo, improvisando y siguiendo el ejemplo de cómo los demás se expresan, logramos darnos a entender. El habla refiere en toda instancia a lo real, al tiempo y a las situaciones, y por complejo que sea todo ello, hemos logrado con palabras y oraciones expresarlo de manera natural y sin pensárnoslo dos veces.
      Sin embargo y aun cuando el habla refiere a la multiformidad de lo real, en la expresión escrita, versión fija de la expresión oral, y en la expresión oral tradicional han existido métodos que ayudan a ordenar el pensamiento para que se exprese de la manera más concisa y memorable posible, tal es el caso de la versificación y las formas poéticas en que se repiten estrofas a modo de estribillos. En mucha de la escritura en verso, la métrica, el uso de la rima y la repetición posibilitan la memorización y la transmisión exacta de las palabras que refieren a una idea. Por todo ello el habla versificada y con repetición de estrofas forma parte del patrimonio tradicional de muchas culturas alrededor del mundo, tanto de las que escriben como de las que no. Y las sociedades mientras más tradicionales son parecen dar mayor importancia a la expresión versificada y con repetición de estrofas. Pero cuando un cambio en la mentalidad obliga a ir más allá de la contención propia de estas formas, se abandona la obligación de la repetición y las relaciones métricas de los versos se hacen más complejas, o incluso desaparecen para dar lugar o al verso libre o a la preponderancia de la prosa, cuyo ritmo no se constriñe ante ninguna restricción formal preestablecida. Entonces puede parecernos que en la expresión tradicional las ideas mismas expresadas en formas convencionales bastan para dar contenido al texto y que la expresión que comienza a dejar de ser tradicional se vale de recursos e inflexiones no circunscritas a ninguna formalidad preestablecida. No es extraño, pues, que casi todas las culturas tengan algún género de poesía, pero sólo unas cuantas dispongan de novelas o de algún género equivalente.

Esta historia del paso de formas tradicionales y fijas a formas improvisadas y complejas no es exclusiva de lo literario, pues, como lo cultural forma un complejo en que a un tiempo una forma de pensar se expresa de manera similar en literatura, música y artes en general, el mismo paso puede rastrearse en estas otras artes. Particularmente en Occidente este paso de lo tradicional a lo que llamaré moderno es muy notorio en música. Sin embargo, no ubicaré la modernidad musical donde se la ubicaría convencionalmente, sino en el que quizá sea su verdadero inicio, a finales del siglo xvi, cuando cobró auge una música en la que con la melodía se trataba de imitar el fluir y el tono cambiante del discurso oral.

Aun cuando en el Renacimiento abundan los ejemplos de lo moderno en muy diversas artes la característica principal de la pintura italiana parece ser un naturalismo impensable en los siglos del gótico; en la literatura comienza el auge de la novela y los temas pasan de lo piadoso de otros tiempos a lo cotidiano–, la música de buena parte de lo que hoy llamamos Renacimiento seguía ligada a funciones litúrgicas y comunitarias de todo tipo. Por otro lado, aunque desde la Edad Media había canciones profanas, éstas siempre se versificaban en base a textos en los que la repetición era esencial para anclar el discurso. Ésta es la clase de textos que todavía a mediados del siglo xv utilizaba Guillaume Du Fay (1400-1474) para sus baladas y sus rondós. También la técnica musical predominante, y que por igual se utilizaba en música religiosa y en música profana, era la polifonía. La polifonía enlazaba melodías de acuerdo a un principio de concordancia armónica; cuando se oye polifonía se escucha más el conjunto de sonido producto del discurrir sincrónico de todas las voces que cada melodía en particular; el sonido polifónico tiende a una cierta inmovilidad y no parece ser el medio más adecuado para lograr música vivaz y expresiva. Y sin embargo nada tiene de raro que la música profana de aquellos tiempos haya sido compuesta con una técnica no pensada para la expresión de lo afectivo; muchos de los músicos más renombrados de principios del Renacimiento eran clérigos, y buena parte de la teoría musical de aquel momento tenía como primer propósito dar fundamento a la música de iglesia. La revolución por la que habría de gestarse una música profana técnicamente independiente vendría poco a poco del movimiento secular que a principios del siglo xvi se esparce por toda Europa y que llama en su apoyo a las diversas culturas regionales de los países europeos y muy principalmente a la cultura clásica. Como producto de este movimiento secular, a lo largo del siglo se desarrollará, primero en suelo italiano, el madrigal, un género polifónico que versa sobre temas de amor y de afecto. En el madrigal, la polifonía poco a poco busca expresar lo afectivo y lo efímero; la subjetividad y el afecto habían sido desterrados de la música religiosa, pues su tema principal era el orden eterno, y lo afectivo responde a lo circunstancial y a lo deleznable de las situaciones, a lo destinado a florecer y a morir. El madrigal socava esta simbolización de lo perfecto que era la polifonía al comenzar a valerse de las disonancias y el cromatismo para lograr giros armónicos inesperados que evocasen la volubilidad de los afectos humanos. Conforme avanzamos hacia finales del siglo xvi la polifonía del madrigal comienza a adelgazarse; de las composiciones de hasta cuarenta voces que hubo en algún tiempo, se llega a madrigales en que sólo dos o tres voces discurren en paralelo o a piezas vocales e instrumentales en que, en lugar de una sincronía de voces, nos encontramos con partes en diálogo cuyas múltiples melodías compiten en expresividad y virtuosismo antes que conformarse a hacer un trabajo de conjunto. No menos importante que todo esto es el hecho de que la mayor parte de la música instrumental surgida entonces tiene como modelo el madrigal. Passeggiato es el término con que se conoce a la música instrumental que, basándose en los madrigales de moda, los adorna con notas rápidas y crea así un tejido de melodías rápidas y virtuosas cuyo fundamento de significado es la letra del propio madrigal; el oyente de un passeggiato recordaría entonces el madrigal original y lo compararía con su exacerbada versión instrumental. El madrigal mismo al escoger sus textos ya había rehuido de la escritura tradicional con versos rígidos y estribillos; en consonancia con la alta cultura secular de los tiempos, de la que era el fruto musical, miraba hacia el clasicismo, hacía Petrarca y hacia la poesía de las academias, hacia una poesía que relegaba lo popular y lo tradicional y expresaba lo propio del individuo, lo particular y lo subjetivo. Surgía, entonces, una concepción moderna del individuo, que ya no era únicamente parte de una colectividad y que tenía pasiones particulares, que también podían expresarse con música.

Era de esperarse que tarde o temprano la polifonía cediera su posición a una técnica más adecuada a la expresión de estos afectos musicales. Hacia 1581 la Camerata fiorentina se manifiesta abiertamente en contra de la polifonía con el 
Dialogo de la musica antica e della moderna, escrito por Vicenzo Galilei (c.1520-1591), miembro de la camerata y padre de Galileo, en el que Galilei se declaraba a favor de lo antiguo; en este caso lo antiguo
era la supuesta forma en que los griegos trataban musicalmente las palabras. Según Galilei: 
Lo antiguo respetaba la forma y valoraba el significado de las palabras, y de esas palabras aseguraba la perceptibilidad y dejaba que se expresaran totalmente las cualidades emotivas y catárticas del canto. [Los antiguos] favorecían la monodía, la sencillez de la pronunciación y el cuidadoso desarrollo de los ritmos musicales.

Después de Galilei, la monodía sería acogida por Giulio Caccini (1550-c.1618), cuyo entusiasmo por la Antigüedad clásica era tal que decoró su apartamento en Florencia con frescos al más puro estilo pompeyano, no sin perder la oportunidad de representar a Apolo y las musas. A él debemos la paradigmática colección de madrigales Le nuove musiche (1602), un compendio en el que se agrupan madrigales del más alto estilo con madrigales ligeros y alegres; también a Caccini debemos aquel estilo conocido como recitar cantando, en el que canto y sentido de las palabras debían ser una misma cosa y en el que la naturalidad de la expresión no debía ser sacrificada por nada que no tuviera que ver con el texto.

Caccini
Non ha'l Ciel


Claudio Monteverdi (1567-1643), con sus Madrigali Guerrieri et amorosi, va más allá en la expresión de los afectos musicales, y a los afectos tristes y amorosos suma los afectos guerreros, el consabido stilo concitato de Monteverdi, cuya expresión más audaz y extensa la encontramos en el Combattimento di Tancredi e Clorinda, en el que, con efectos de las cuerdas, notas rápidas y violentos ostinatos, se imita el fragor del encuentro entre ambos guerreros y amantes. En otros madrigales de esta amplia colección se mezclan volublemente todos los tipos de afectos. Un ejemplo acabado de la mezcla más tortuosa de los afectos es Hor che'l Ciel e la Terra, donde Monteverdi se vale de un soneto de Petrarca donde el amor aparece tanto como posible salvación como causa de una eterna angustia que lleva al amante a una cruel guerra donde los sentimientos se entrecruzan sin tregua.

Monteverdi
Hor che'l Ciel e la Terra
"Hor che'l Ciel e la Terra"
"Cosi sol d'un chiara fonte viva"

En el largo lamento Chi non sà come Amor, Benedetto Ferrari della Tiorba (1597-1681) musicaliza un texto por demás complicado, pues a la volubilidad de imágenes y de afectos se aúna un verso de métrica irregular ya plenamente barroco. En este texto, Ferrari della Tiorba no dispone de ritmos recurrentes a los cuales seguir ni de una métrica regular que le permita musicalizar varias partes con una única figuración melódica. El recitar cantando se cumple ahora al pie de la letra con un texto al que muy poco le falta para ser por completo prosa; sin embargo, con toda la dificultad de por medio, el ideal de melodía continua y cambiante, como las pasiones mismas, encuentra aquí un raro ejemplo, en el que la eficacia de la melodía consiste en su habilidad para seguir el tortuoso discurrir de las palabras.

Ferrari della Tiorba
Chi non sà come Amor


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Bibliografía

Gallico, Claudio, Historia de la música, Vol. III: La época del Humanismo y del Renacimiento, trad. Verónica y Betariz Morla, D.G.E. / Turner Libros, 1999.


Discografía

Firenze 1616, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2007.

Combattimenti !, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2010.

Il Fásolo ?, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2002.


viernes, 19 de agosto de 2011

La disolución de las formas y las ideas


Cumulonimbus incus
La naturaleza parece ser la principal fuente de donde manan las ideas del hombre, y todo cuanto nos ha sido posible deducir de ella ha pasado, tarde o temprano, a integrarse a nuestras concepciones sobre la vida. Sin embargo, varias de las percepciones que hemos tenido sobre la naturaleza y la vida han sido erróneas, y el tiempo se ha encargado de demostrárnoslo, haciendo que se vuelva mentira aquello que antes nos parecía verdad. Lo que comprueba o que somos malos observadores o que, en nuestra búsqueda de una verdad global que explique todos los misterios que nos pueden salir al paso, a veces hemos tendido a formarnos ideas de las cosas demasiado pronto. Somos humanos y los errores de percepción ocurren porque la naturaleza es infinita y cada una de las cosas que ha producido tiene tantos matices que para el hombre es imposible incluso lograr una descripción exhaustiva de los atributos y características del más pequeño de sus objetos. Toda descripción que pretende una definición precisa de las cosas es imperfecta, o mejor dicho, no es acorde con el carácter multiforme y proteico de la naturaleza. La naturaleza, por su parte, también es imperfecta, y tal vez la imperfección sea esa ley suya que es tan inexpugnable para el razonamiento humano. A veces, por esa misma imperfección congénita, sus formas se nos muestran marchitándose y extinguiéndose ante nuestros propios ojos; de ahí aquella consciencia de la muerte que tanto aguija el corazón del hombre. ¿Cuántas veces no se ha visto que la naturaleza genera criaturas de un sólo día que mientras permanecen en el mundo su vida es toda sufrimiento o sobre cuántas criaturas no hemos sabido que, aun viviendo algunos millones de años, se extinguieron cruelmente ante una competencia que surgía por doquier o por algún cambio imprevisto en las condiciones del ambiente? La perfección sólo es un concepto funcional que sirve para saciar las necesidades de definición del hombre; la evolución, "regla" de cambio de la naturaleza, supone que nada está acabado y que todo está rehaciéndose y deshaciéndose; aunque este último concepto de "deshacerse" quizá sea inadecuado, porque supone que lo deshecho alguna vez tuvo una forma fija; en fin, parece un concepto más bien hecho desde la limitada percepción del hombre, que rara vez ve los cambios lentos e inexorables que le ocurren a los objetos.

Por todo esto, cabría pensar que toda idea que podamos formarnos de la naturaleza siempre, en el detalle, estará equivocada, o que la naturaleza nunca estará en el sitio en que al hombre le gustaría. El dominio del hombre sobre la naturaleza, que algunos apresurados no han dudado en clamar, parece nunca destinado a concretarse; pues, en todo caso, un dominio completo sobre la naturaleza precisa no sólo poder formular alguna explicación sobre tal o cual de su objetos, sino también entender cómo se desarrolla la naturaleza en el tiempo, pues tiempo y objetos son una misma cosa. Se sabe que la naturaleza y sus criaturas evolucionan con el tiempo, pero no se sabe bien cómo evoluciona alguna de estas criaturas sino hasta cuando el hallazgo de un fósil nos puede dar el rastro, y sólo nos da una idea de un sólo momento en el tiempo, el resto son conjeturas sin ningún respaldo. Tan mal se conoce el actuar de los objetos en el tiempo, que basta ver cómo fallan los pronósticos que día a día se hacen del tiempo atmosférico. Se puede presumir de mil cosas, pero aún no puede saberse justo en qué momento vendrá la época de lluvias o si en verdad un año tendrá una época de huracanes más violenta que la de otro. Todo lo que se sabe de la relación entre el tiempo y las objetos sólo se sabe en el momento en que se estudia cómo es un objeto en un instante del tiempo; conocemos los objetos por "estados" y no en su desenvolvimiento y su actuar. Esto no quiere decir, sin embargo, que conocer un objeto en diferentes "estados" y ser conscientes de que cambia no nos lleve a hacer conjeturas más o menos atinadas de a qué puedan deberse esos cambios y de cómo ciertas condiciones propician cierto género de cambios; pero el asunto de las prospecciones y del conocimiento de los objetos en el tiempo sigue siendo tan complejo, que aún causa fascinación, no habiendo pruebas ni material de respaldo, el sólo intento de hacer conjeturas de cómo vivían nuestros tatarabuelos o de cómo serán las tecnologías en cincuenta años.

Las evoluciones en el tiempo mientras son más impredecibles y repentinas más nos asombran; de ninguna manera puede registrarse cómo ha de moverse una flama o cómo se ha formado el complicado relieve de un paraje montañoso; estas cosas se pueden saber a grandes rasgos, pero una descripción detallada de sus geometrías o de su evolucionar en el tiempo son cosas que escapan a las capacidades de formulación del hombre, tanto cómo aún escapa a la comprensión del hombre su propio reaccionar psicológico ante las situaciones de su propia vida, que, sobra decirlo, el hombre no puede conocer de antemano. Nos movemos, entonces, en un mundo de sombras y figuraciones en el que convivimos con objetos y situaciones cuyas razones de cambio desconocemos y que el razonamiento no puede conjurar. Pero no nos extrañemos, lo vivo siempre le ha pasado elusivamente al hombre por el rabillo del ojo, y esa calidad profundamente irrazonable de las cosas, antes no matizada por ciencia alguna, era quizá lo que hacía a nuestros ancestros ver cualidades mágicas en todo. Si se trata de comprender aquello que ahora se tacha desdeñosamente de pensamiento mágico, se podrá ver que el germen de todo asombro y de toda maravilla está en la complejidad misma de las cosas; sin embargo, en algunos ámbitos el hombre contemporáneo conoce mejor que cualquiera de sus antepasados lo complejas que son las cosas. En este sentido, nuestra sensibilidad puede ser también primitiva, claro, no sin antes haber admitido que somos, como los animales, sujetos de una naturaleza que nos envuelve por completo y que, sin embargo, nosotros mismos no podemos abarcar. Cuando se abre esta perspectiva de infinitud, pudiendo aún valorar a la ciencia por su capacidad de describir muchas de las cosas que nos rodean, se nos muestra que la vida y la naturaleza quedan intactas y fundamentalmente vírgenes; la naturaleza siempre será terreno para nuevos descubrimientos, que quizá no nos salven ni mejoren nuestra "calidad de vida" pensando las cosas de una manera ridículamente funcional, pero que sí nos serán estéticamente provechosos, para lo que quiera que eso sirva.

Como quiera que sea, también hay que reconocerlo, el análisis científico nos ha revelado ciertas materias objetivas que escapan a la sensibilidad normal del ser humano, y que conociéndolas nos revelan una parte de las cosas que la naturaleza nos había vedado. Ya no nos sorprende, pero cada vertebrado dotado de visión, por la frecuencia de onda a la que son sensibles sus conos oculares, puede ve un espectro de colores distinto al que ven los demás; el hombre es sensible, grosso modo, a tres colores: verde rojo y azul, cuyas longitudes de onda son distintas; otros animales tienen sensibilidad para longitudes de onda aun menores y pueden ver incluso el llamado color ultravioleta. En lo auditivo pasa otro tanto: somos incapaces de oír muchos registros de sonido (los sonidos demasiado graves o demasiado agudos), sin embargo muchos de esos registros que no escuchamos aislados conforman el sonido de muchas fuentes de emisión que sí oímos. Gracias al análisis espectral, ahora sabemos que todo sonido "natural" –desde el sonido de una roca al golpear contra el agua hasta el sonido de los instrumentos musicales– está compuesto por un número indefinido de componentes, que los expertos en acústica han llamado armónicos. No creo que se sepa a ciencia cierta cómo se asocian todos esos armónicos para componer aquel todo unitario al que llamamos sonido; pero aunque no se sepa cuáles son las razones que propician que esa multitud de componentes se perciban como una "unidad", en cambio, es muy fácil reconocer que esos conjuntos de armónicos suenan de manera natural al oído humano.


Espectrograma de sonido
En los setenta, a partir de que hubo herramientas fidedignas de análisis de sonido, a algunos músicos franceses, después conocidos como espectralistas, se les ocurrió la idea de que se podría fundar un nuevo pensamiento armónico en base a las asociaciones de armónicos visibles en un espectroscopio. En lugar de recurrir a las reglas armónicas propias de la música tonal, se podía ahora registrar el sonido de un violín o un piano y analizar cuáles eran los principales armónicos en juego cuando se producía ese sonido, y en base a todos esos armónicos, distendiéndolos en obras de amplia duración, se podían componer piezas en las que el problema de la armonía se resolvía imitando las consonancias de los sonidos naturales. Cada pieza espectral recurre a una paleta de armónicos distinta, dependiente del sonido básico que hubiera sido analizado para componerla; para los espectralistas la cuestión armónica ya no se basaba en una "ciencia" fija –como la tonal– que prescribiera cómo habían de organizarse y sucederse los sonidos en todos los casos, sino que cada armonía resultaba de un modelo particular; una serie de armónicos dada había de evolucionar en el tiempo tal y como lo hacía en la naturaleza. A simple vista, podría parecer que esto obligaba a que los espectralistas siguiesen al pie de la letra los datos resultantes del análisis y que sus obras resultasen ser diagramas auditivos de lo analizado; sin embargo, en una pieza espectralista pueden convivir elementos muy disímiles, que el compositor enlaza siguiendo un criterio de similaridad de armónicos. Por eso las obras espectralistas son de una continuidad de movimiento sorprendente y admiten toda clase de invenciones, siempre y cuando éstas sean insertadas en el tejido musical bajo un criterio de similaridad armónica.

Una de las obras maestras de esta forma de pensar la armonía es Désintégrations (1982-83), de Tristan Murail (*1947). Tal como su nombre lo indica, en 
Désintégrations los complejos de sonido expuestos aparecen como vistos a través de un microscopio que los desmenuza y desintegra y gracias al cual es posible ver hasta el más nimio de los componentes del sonido; el más robusto de los sonidos –por ejemplo, el denso acorde que se forma hacia el final de la primera sección– puede convertirse al cabo de unos minutos en un sonido penetrante y agudo, o un campanilleo en apariencia irracional puede convertirse después de algún tiempo en una melodía tersa y continua. Désintégrations trata sobre cómo se transforma el sonido en el tiempo, y puede verse como un lienzo musical en el que se nos muestra tanto la infinidad de metamorfosis que puede sufrir el sonido como la gran imaginación sonora de Murail, que en poco más de veinte minutos elabora un paisaje de sonido en donde todo puede ocurrir.

Désintégrations, para diecisiete instrumentos y cinta magnética







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Discografía

Compositeurs d'aujourd'hui: Tristan Murail, interp. Ensemble Intercontemporain, dir. David Robertson, Accord, 1996.

viernes, 12 de agosto de 2011

Las músicas de carnaval de un completo desconocido

Hoy en día todos los registros civiles parecen funcionar a la perfección. Ya no puede suscitar ninguna admiración que de casi cualquier persona, por más insignificantes que hayan sido sus obras, se sepan las fechas de sus dos actos imprescindibles en este mundo: el nacer y el morir. Pero eso no es todo. Día a día el registro de nuestros dichos y hechos se vuelve cada vez más acucioso. De unos años para acá, uno casi sin quererlo se puede enterar de dónde pasó sus vacaciones fulano o de cuál fue el lugar que visitó perengano. La vida y obra de varios de nosotros puede saberse sin ninguna dificultad con sólo encender una computadora y algo de curiosidad, y no cabe esperar que esto último falte. Por todo esto –no sé si a ustedes también les pase–, cada vez me parece más difícil discernir qué de todo esto, que casi estamos obligados a saber, es importante y qué no lo es. Se podría decir sin ninguna exageración que sabemos más de lo necesario, y que quizá no tenemos acceso a la información que sí nos convendría conocer.


En una revista o en casi cualquier género de publicación, un editor nos presenta sólo aquello que él considera digno de conocimiento; pero con el auge de internet un nuevo género de publicaciones ha invadido el mundo. Desde la invención de los buscadores de internet cabe cada vez más la posibilidad de desviarse de lo que uno realmente está buscando saber; uno puede estar buscando algo relativo a los perros e insensiblemente comenzar a leer sobre las perras de cierto vecindario o sobre la perra vida de algún pobre diablo, y podría ser que nuestra curiosidad se desinterese de su primer objetivo y que encuentre que una perra vida también puede tener sus encantos. En cada búsqueda acabamos por enterarnos de más de lo que pretendíamos porque esas listas interminables que nos arrojan los buscadores de internet no han pasado por el tamiz de un editor; con plena igualdad conocemos lo que ni siquiera hubiéramos pensado que queríamos conocer y lo que por voluntad queríamos saber. Otro tanto pasa en las redes sociales. Si bien en ellas cada quien elige las personas con que se relacionará, la facilidad con que se pueden publicar cosas y la tolerancia que en ellas reina permite a cualquier usuario publicar lo que le viene en gana incluso frases enteras en las que ninguna palabra se salva de la mácula de una descuidada ortografía–, y tanto se publica que en el espacio de un día uno puede enterarse de un buen montón de dichos y hechos, de mayor o menor relevancia (o de ninguna), de amigos y conocidos. Cada quien se ha vuelto su propio editor y su propio censor, aunque sea de un tipo tan laxo que se permita afirmar con orgullo y desvergüenza cualquier chabacanería. Sin embargo, aun entre tanta paja podemos encontrar de tanto en tanto el grano; lo bueno junto con lo malo y todo en cantidades inmensas. Estos son los problemas de nuestro sobreinformado siglo; por falta de información, en cambio, en otros siglos se padecieron otros problemas que ahora nos parecerán de lo más extraños. Pero el problema que ahora me incumbe no es precisamente éste, pues no tengo la facultad de "ponerme en los zapatos" de los hombres de otros tiempos, sino las dificultades con que nosotros, los hombres del presente, tropezamos al querer lanzar una mirada curiosa sobre ciertos acontecimientos del pasado.

Mucha curiosidad puede causarnos que en otros siglos ciertos artistas se pudiesen ocultar a voluntad tras una cortina de humo, cual luismigueles; de un tal Dario Castello, músico muy apreciado en la Venecia de principios del siglo xvii, sólo conocemos un nombre ligado a un puñado de piezas gracias a un par de ediciones venecianas. Sin importar la celebridad que alcanzaron estas piezas, el personaje se desvanece ante nuestros ojos como un fantasma; no se tiene constancia de que ningún Dario Castello viviese en Venecia en aquellos tiempos; es más, se cree por ciertos indicios que el nombre "Dario Castello" era un pseudónimo con el que se encubría un tal Giovanni Battista Castello, pero nada de esto es seguro. Se conoce, tal vez, justo lo que tiene que conocerse al respecto, una obra digna de toda la estima que le profesaban sus contemporáneos; el hombre detrás de la obra, un virtuoso o un malandrín, permanece en unas sombras de las que quizá jamás salió en su propia vida. Una vez más, como otras tantas que nos asomamos en el pasado, nos parecerá que los registros civiles se han vuelto mucho más exhaustivos de lo que solían.

Pero, contra lo que puede suponerse, el caso de Castello no es ninguna rareza; sería difícil hacer mención de todos los músicos de aquel tiempo de los que sólo conocemos sus nombres (o pseudónimos) y un puñado de obras. Otros casos hay en los que una obra entera puede dormir en las sombras durante siglos, y ni hombre ni obra ni nada se conoce, aun cuando todo pudiera ser digno de ser conocido. La obra de un italiano –del que ni siquiera se tiene la seguridad de que fuese romano, veneciano, napolitano o lo que sea que haya sido– que se hacía llamar Il Fasolo (o Il Fásolo) no se conoció sino hasta 1886, cuando el musicólogo italiano Chilesotti encontró la única impresión que se haya visto de su obra. Pero en la Primera Guerra Mundial esa única impresión fue destruida; por mucho tiempo después de este incidente sólo se conocería una de sus obras, La Barchetta passaggiera. Por más de un siglo no se supo otra cosa sobre Il Fasolo. Habría que esperar hasta 1991 para que se encontrará en la biblioteca de Bassano del Grappa una copia manuscrita que había dejado Chilesotti. Con un solo manuscrito se rehabilitaba la obra de Il Fasolo; ahora quedaba por saber quién había sido realmente este personaje. Y una vez más nos encontramos con un artista que se desvanece tras una cortina de humo.

A Chilesotti lo que más le interesaba era estudiar la naturaleza extraña de estas piezas, que son un auténtico crisol de influencias de varias regiones italianas, y aun españolas, y estimó, sin profundizar demasiado en ello, que Il Fasolo era originario de la región de Bérgamo. Pero ahora también se sabe que un músico y clérigo llamado Giovanni Battista Fasolo d'Asti alrededor de 1645 publicó obras religiosas en Venecia y en Palermo. Sin embargo, ninguna de las obras de nuestro Il Fasolo es ni por asomo religiosa. A pesar de todo, no era extraño que en aquella época los clérigos tuvieran algunos deslices en terrenos profanos; Giulio Rospigliosi, antes de convertirse en el papa Clemente IX, escribía licenciosos libretos de óperas. En todo caso, la identificación entre un músico y otro resulta muy insegura, pues no hay más indicio que un nombre, o mejor dicho, un apodo. Otra posible identificación del Fasolo se debe a Elena Ferrari-Barassi, quien en 1970, analizando una pieza llamada La Luciata, de un tal Francesco Manelli, encontró que la música y el texto eran idénticos a los de una obra de Il Fasolo, Il Carro di Madama Lucia. Otro indicio para suponer que Francesco Manelli y el Fasolo son una misma persona lo da el hecho de que Manelli había vivido antes de 1637 en Roma y La Barchetta passaggiera, publicada en 1628, también se conoce por el nombre de Misticanza, término dialectal romano.

Como quiera que sea, y aunque las identificaciones sigan siendo tan inseguras, gracias a las precauciones de Chilesotti ha llegado a nosotros una obra donde se aúna el interés con el encanto, y de la cual no es necesario conocer con precisión el autor para estimarla en mucho. Entre todas las obras de principios del siglo xviitaliano, la obra del Fasolo brilla por su singular heterogeneidad y por su pujanza de ánimo; quizá esto se deba a que casi todo cuanto conocemos del Fasolo está ligado al carnaval romano. Sin importar que el Fasolo fuera un hombre de academia, el uso de un pseudónimo parece indicarlo, parece que nos encontramos ante la obra de un auténtico trotamundos que de igual manera conocía las músicas de toda Italia que la música de la vecina España, y el sabor popular y la bravura propias de toda esta música están presentes en el fuerte acento mediterráneo de su música. Otro tanto del carácter popular de esta música puede deberse a que una de las pocas cosas que se saben con seguridad de aquel hombre apodado Il Fasolo es que era un hábil ejecutante de un instrumento propio de las procesiones carnavalescas italianas, el colascione, un instrumento grave y ruidoso lejanamente emparentado con el laúd, cuyo sonido nada tenía de refinado y más servía para armar un jubiloso escándalo que para permanecer a la sombra como un simple instrumento de acompañamiento.


Jácara: Grida l'alma a tutt' ore






Es posible que la manera en que se vivía el carnaval en Roma fuera muy distinta a cuanto podemos imaginar; a este respecto, cabe no olvidar que en la Italia de aquellos tiempos, a caballo entre el Renacimiento y el alba del Barroco, que justamente comenzaba a perfilarse en Italia, las academias y su gusto por el mundo clásico se campeaban a sus anchas en muchas de las realizaciones culturales del siglo; nada más pensemos en que el madrigal a una sola voz, propugnado por músicos como Giulio Caccini o Vincenzo Galilei, padre de Galileo, es un intento por revivir la forma de cantar de los griegos y que las primeras grandes operas son dramas tanto literarios como musicales que versan sobre los temas mitológicos más diversos. Jean-François Lattarico nos cuenta que la etimología más aceptada de la palabra "carnaval" es aquella de 'carro naval'. Por documentos de la época se sabe que, entre otras cosas, durante el carnaval romano desfilaban por las calles carros triunfales dedicados a Baco, tal como muchos siglos atrás desfilaban anualmente por las calles de Atenas carros en forma de nave (de barco) en honor a Dionisos. Por eso no es de extrañar que en una serie de piezas alegóricas que el Fasolo dedica al carnaval, la Serenata in lingua lombarda che fa Madonna Gola, à Messir Carnevale, Baco se nos aparezca hablando de los vinos más famosos de Grecia e Italia y que Madonna Gola (la gula) y su comitiva lo invoquen con cánticos en los que se habla de su proverbial facultad de causar alegría por medio del vino: "O Baccho ò Baccho portator d'allegrezza, / Vieni vieni ch'ognun' ti chiama / Ch'ognun' ti brama / Vieni festoso, ridente e gioioso, / Ch'il tuo licore ci allegra il core". Pero en esta Serenata cabe de todo; además de las invocaciones a Baco, tras los efectos del vino un grupo de tres borrachos, haciendo eco de aquella sentencia de sabiduría popular que nos dice que gracias al alcohol los estamentos se desdibujan y que después de unas copas el príncipe convive y hace chanzas con los siervos, invita a un médico que pasa por casualidad a compartir su alegría; también cabe aquí una canción dedicada al colascione donde con onomatopeyas se imita su sonido o alguna refinada canción de amor. Todo el meztizaje de costumbres y acentos se nos presenta en una serie de piezas sin desperdicio, tan atractiva para el que tiene intereses culturales como para el auditor hedonista que se deleita con una música que no es menos festiva que el más licencioso de los carnavales.

Serenata in lingua lombarda che fa Madonna Gola, à Messir Carnevale


"Primo interlocutore"


"Madonna Gola"

"Baccho"

"Primo interlocutore"


"Mentre per bizzaria"

"Ballo di trè Zoppi"

"Sguazzata di Colasone"

"Non pensar Clori crudel"

"Morescha de Schiavi"



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Bibliografía

Lattarico, Jean-François, notas informativas de la producción discográfica Il Fásolo ?, Alpha, 2002.


Discografía

Il Fásolo ?, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2002.