viernes, 12 de agosto de 2011

Las músicas de carnaval de un completo desconocido

Hoy en día todos los registros civiles parecen funcionar a la perfección. Ya no puede suscitar ninguna admiración que de casi cualquier persona, por más insignificantes que hayan sido sus obras, se sepan las fechas de sus dos actos imprescindibles en este mundo: el nacer y el morir. Pero eso no es todo. Día a día el registro de nuestros dichos y hechos se vuelve cada vez más acucioso. De unos años para acá, uno casi sin quererlo se puede enterar de dónde pasó sus vacaciones fulano o de cuál fue el lugar que visitó perengano. La vida y obra de varios de nosotros puede saberse sin ninguna dificultad con sólo encender una computadora y algo de curiosidad, y no cabe esperar que esto último falte. Por todo esto –no sé si a ustedes también les pase–, cada vez me parece más difícil discernir qué de todo esto, que casi estamos obligados a saber, es importante y qué no lo es. Se podría decir sin ninguna exageración que sabemos más de lo necesario, y que quizá no tenemos acceso a la información que sí nos convendría conocer.


En una revista o en casi cualquier género de publicación, un editor nos presenta sólo aquello que él considera digno de conocimiento; pero con el auge de internet un nuevo género de publicaciones ha invadido el mundo. Desde la invención de los buscadores de internet cabe cada vez más la posibilidad de desviarse de lo que uno realmente está buscando saber; uno puede estar buscando algo relativo a los perros e insensiblemente comenzar a leer sobre las perras de cierto vecindario o sobre la perra vida de algún pobre diablo, y podría ser que nuestra curiosidad se desinterese de su primer objetivo y que encuentre que una perra vida también puede tener sus encantos. En cada búsqueda acabamos por enterarnos de más de lo que pretendíamos porque esas listas interminables que nos arrojan los buscadores de internet no han pasado por el tamiz de un editor; con plena igualdad conocemos lo que ni siquiera hubiéramos pensado que queríamos conocer y lo que por voluntad queríamos saber. Otro tanto pasa en las redes sociales. Si bien en ellas cada quien elige las personas con que se relacionará, la facilidad con que se pueden publicar cosas y la tolerancia que en ellas reina permite a cualquier usuario publicar lo que le viene en gana incluso frases enteras en las que ninguna palabra se salva de la mácula de una descuidada ortografía–, y tanto se publica que en el espacio de un día uno puede enterarse de un buen montón de dichos y hechos, de mayor o menor relevancia (o de ninguna), de amigos y conocidos. Cada quien se ha vuelto su propio editor y su propio censor, aunque sea de un tipo tan laxo que se permita afirmar con orgullo y desvergüenza cualquier chabacanería. Sin embargo, aun entre tanta paja podemos encontrar de tanto en tanto el grano; lo bueno junto con lo malo y todo en cantidades inmensas. Estos son los problemas de nuestro sobreinformado siglo; por falta de información, en cambio, en otros siglos se padecieron otros problemas que ahora nos parecerán de lo más extraños. Pero el problema que ahora me incumbe no es precisamente éste, pues no tengo la facultad de "ponerme en los zapatos" de los hombres de otros tiempos, sino las dificultades con que nosotros, los hombres del presente, tropezamos al querer lanzar una mirada curiosa sobre ciertos acontecimientos del pasado.

Mucha curiosidad puede causarnos que en otros siglos ciertos artistas se pudiesen ocultar a voluntad tras una cortina de humo, cual luismigueles; de un tal Dario Castello, músico muy apreciado en la Venecia de principios del siglo xvii, sólo conocemos un nombre ligado a un puñado de piezas gracias a un par de ediciones venecianas. Sin importar la celebridad que alcanzaron estas piezas, el personaje se desvanece ante nuestros ojos como un fantasma; no se tiene constancia de que ningún Dario Castello viviese en Venecia en aquellos tiempos; es más, se cree por ciertos indicios que el nombre "Dario Castello" era un pseudónimo con el que se encubría un tal Giovanni Battista Castello, pero nada de esto es seguro. Se conoce, tal vez, justo lo que tiene que conocerse al respecto, una obra digna de toda la estima que le profesaban sus contemporáneos; el hombre detrás de la obra, un virtuoso o un malandrín, permanece en unas sombras de las que quizá jamás salió en su propia vida. Una vez más, como otras tantas que nos asomamos en el pasado, nos parecerá que los registros civiles se han vuelto mucho más exhaustivos de lo que solían.

Pero, contra lo que puede suponerse, el caso de Castello no es ninguna rareza; sería difícil hacer mención de todos los músicos de aquel tiempo de los que sólo conocemos sus nombres (o pseudónimos) y un puñado de obras. Otros casos hay en los que una obra entera puede dormir en las sombras durante siglos, y ni hombre ni obra ni nada se conoce, aun cuando todo pudiera ser digno de ser conocido. La obra de un italiano –del que ni siquiera se tiene la seguridad de que fuese romano, veneciano, napolitano o lo que sea que haya sido– que se hacía llamar Il Fasolo (o Il Fásolo) no se conoció sino hasta 1886, cuando el musicólogo italiano Chilesotti encontró la única impresión que se haya visto de su obra. Pero en la Primera Guerra Mundial esa única impresión fue destruida; por mucho tiempo después de este incidente sólo se conocería una de sus obras, La Barchetta passaggiera. Por más de un siglo no se supo otra cosa sobre Il Fasolo. Habría que esperar hasta 1991 para que se encontrará en la biblioteca de Bassano del Grappa una copia manuscrita que había dejado Chilesotti. Con un solo manuscrito se rehabilitaba la obra de Il Fasolo; ahora quedaba por saber quién había sido realmente este personaje. Y una vez más nos encontramos con un artista que se desvanece tras una cortina de humo.

A Chilesotti lo que más le interesaba era estudiar la naturaleza extraña de estas piezas, que son un auténtico crisol de influencias de varias regiones italianas, y aun españolas, y estimó, sin profundizar demasiado en ello, que Il Fasolo era originario de la región de Bérgamo. Pero ahora también se sabe que un músico y clérigo llamado Giovanni Battista Fasolo d'Asti alrededor de 1645 publicó obras religiosas en Venecia y en Palermo. Sin embargo, ninguna de las obras de nuestro Il Fasolo es ni por asomo religiosa. A pesar de todo, no era extraño que en aquella época los clérigos tuvieran algunos deslices en terrenos profanos; Giulio Rospigliosi, antes de convertirse en el papa Clemente IX, escribía licenciosos libretos de óperas. En todo caso, la identificación entre un músico y otro resulta muy insegura, pues no hay más indicio que un nombre, o mejor dicho, un apodo. Otra posible identificación del Fasolo se debe a Elena Ferrari-Barassi, quien en 1970, analizando una pieza llamada La Luciata, de un tal Francesco Manelli, encontró que la música y el texto eran idénticos a los de una obra de Il Fasolo, Il Carro di Madama Lucia. Otro indicio para suponer que Francesco Manelli y el Fasolo son una misma persona lo da el hecho de que Manelli había vivido antes de 1637 en Roma y La Barchetta passaggiera, publicada en 1628, también se conoce por el nombre de Misticanza, término dialectal romano.

Como quiera que sea, y aunque las identificaciones sigan siendo tan inseguras, gracias a las precauciones de Chilesotti ha llegado a nosotros una obra donde se aúna el interés con el encanto, y de la cual no es necesario conocer con precisión el autor para estimarla en mucho. Entre todas las obras de principios del siglo xviitaliano, la obra del Fasolo brilla por su singular heterogeneidad y por su pujanza de ánimo; quizá esto se deba a que casi todo cuanto conocemos del Fasolo está ligado al carnaval romano. Sin importar que el Fasolo fuera un hombre de academia, el uso de un pseudónimo parece indicarlo, parece que nos encontramos ante la obra de un auténtico trotamundos que de igual manera conocía las músicas de toda Italia que la música de la vecina España, y el sabor popular y la bravura propias de toda esta música están presentes en el fuerte acento mediterráneo de su música. Otro tanto del carácter popular de esta música puede deberse a que una de las pocas cosas que se saben con seguridad de aquel hombre apodado Il Fasolo es que era un hábil ejecutante de un instrumento propio de las procesiones carnavalescas italianas, el colascione, un instrumento grave y ruidoso lejanamente emparentado con el laúd, cuyo sonido nada tenía de refinado y más servía para armar un jubiloso escándalo que para permanecer a la sombra como un simple instrumento de acompañamiento.


Jácara: Grida l'alma a tutt' ore






Es posible que la manera en que se vivía el carnaval en Roma fuera muy distinta a cuanto podemos imaginar; a este respecto, cabe no olvidar que en la Italia de aquellos tiempos, a caballo entre el Renacimiento y el alba del Barroco, que justamente comenzaba a perfilarse en Italia, las academias y su gusto por el mundo clásico se campeaban a sus anchas en muchas de las realizaciones culturales del siglo; nada más pensemos en que el madrigal a una sola voz, propugnado por músicos como Giulio Caccini o Vincenzo Galilei, padre de Galileo, es un intento por revivir la forma de cantar de los griegos y que las primeras grandes operas son dramas tanto literarios como musicales que versan sobre los temas mitológicos más diversos. Jean-François Lattarico nos cuenta que la etimología más aceptada de la palabra "carnaval" es aquella de 'carro naval'. Por documentos de la época se sabe que, entre otras cosas, durante el carnaval romano desfilaban por las calles carros triunfales dedicados a Baco, tal como muchos siglos atrás desfilaban anualmente por las calles de Atenas carros en forma de nave (de barco) en honor a Dionisos. Por eso no es de extrañar que en una serie de piezas alegóricas que el Fasolo dedica al carnaval, la Serenata in lingua lombarda che fa Madonna Gola, à Messir Carnevale, Baco se nos aparezca hablando de los vinos más famosos de Grecia e Italia y que Madonna Gola (la gula) y su comitiva lo invoquen con cánticos en los que se habla de su proverbial facultad de causar alegría por medio del vino: "O Baccho ò Baccho portator d'allegrezza, / Vieni vieni ch'ognun' ti chiama / Ch'ognun' ti brama / Vieni festoso, ridente e gioioso, / Ch'il tuo licore ci allegra il core". Pero en esta Serenata cabe de todo; además de las invocaciones a Baco, tras los efectos del vino un grupo de tres borrachos, haciendo eco de aquella sentencia de sabiduría popular que nos dice que gracias al alcohol los estamentos se desdibujan y que después de unas copas el príncipe convive y hace chanzas con los siervos, invita a un médico que pasa por casualidad a compartir su alegría; también cabe aquí una canción dedicada al colascione donde con onomatopeyas se imita su sonido o alguna refinada canción de amor. Todo el meztizaje de costumbres y acentos se nos presenta en una serie de piezas sin desperdicio, tan atractiva para el que tiene intereses culturales como para el auditor hedonista que se deleita con una música que no es menos festiva que el más licencioso de los carnavales.

Serenata in lingua lombarda che fa Madonna Gola, à Messir Carnevale


"Primo interlocutore"


"Madonna Gola"

"Baccho"

"Primo interlocutore"


"Mentre per bizzaria"

"Ballo di trè Zoppi"

"Sguazzata di Colasone"

"Non pensar Clori crudel"

"Morescha de Schiavi"



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Bibliografía

Lattarico, Jean-François, notas informativas de la producción discográfica Il Fásolo ?, Alpha, 2002.


Discografía

Il Fásolo ?, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2002.

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