Apenas cinco días separan el primer
lanzamiento tripulado de SpaceX del
asesinato de George Floyd. Un acontecimiento que ponía de manifiesto lo último de los avances tecnológicos de la humanidad y su
voluntad por seguir explorando y conociendo el universo quedó contrastado —o
eclipsado aun— por otro que sacaba a luz los peores atavismos
del comportamiento social. Ambos eventos sucedían en el mismo país, la nación que
para buena parte de la humanidad es el modelo civilizatorio y cultural a
seguir, pero también una sociedad especialmente destacable por su desigualdad
social y económica, en donde la dominación y la falta de respeto hacia los
grupos menos favorecidos de la sociedad son casi una realidad aceptada con
naturalidad en el día a día (y aún más desde que el discurso presidencial
parece autorizar la xenofobia y el rechazo del que es diferente). La facilidad
con que se propagan las noticias y con que la gente puede grabar o documentar
lo que sucede a su alrededor mediante sus dispositivos móviles ayudaron a
esparcir por doquier la noticia del asesinato de George Floyd, que de otro modo
pudo quedar como uno de tantos asesinatos contra miembros de la comunidad
negra que terminan sin culpables y sin respuestas, con una plena deshumanización de la
víctima fraguada de una manera anónima, pero persistente e histórica, desde los
mismos valores culturales de los grupos dominantes.
Que la noticia desatara una oleada de protestas que no ha terminado (y que
llega incluso en estos días hasta la defenestración de los panteones europeos
de figuras tan infames como la del rey Leopoldo II) revela claramente que hay
un sentimiento de indignación por la segregación y dominación continuas a las
que se ha visto sometida la comunidad negra en Estados Unidos y en el resto del
mundo, y que esa indignación encuentra una vía especial de manifestación cuando
suceden acontecimientos de violencia tan flagrantes como el asesinato
de Floyd.
Pese a que de acuerdo a la ley los miembros de la comunidad negra cuentan con
las mismas garantías jurídicas que el resto de los ciudadanos, los derechos y
su ejercicio tienen una realidad práctica que siempre suele ser distinta de las
voluntades y deseos expresados en las leyes (que en las sociedades democráticas
buscan la integración y la paridad, y un estado de cosas y de justicia que
muchas de las veces no existen en la realidad social). Sin embargo, un derecho
solo se ejerce cuando la parte que lo detenta es capaz de hacerlo valer (incluso puede llegar a afirmarse que el
derecho o el privilegio es algo que existe en la realidad antes de ser
formulado por cualquier ley). Por eso, más allá del papel, los ricos tienen más
derechos (al poder comprar el consentimiento de otros o al poder hacer amenazas
capaces de verse cumplidas) y ciertas comunidades tienen más poder que otras,
lo que obliga a los gobiernos que se presumen como democráticos (por ende como inclusivos)
a limitar los abusos de poder mediante restricciones diversas, y a promover el
desarrollo de los grupos más desfavorecidos y su integración para que en algún
momento venzan las muchas disparidades que se han ido acumulando al correr de
la historia. Este es quizá uno de los principales legados de la Revolución
Francesa, en la que la sociedad de aquel país pasó de tener gobernantes
impuestos por derecho divino (o dinástico) a ser una sociedad que buscaba la integración y la igualdad política.
La voluntad de integrar a la comunidad negra en la vida política y social de la
unión americana se encuentra claramente expresada en las leyes estadounidenses
desde el final de la Guerra de Secesión, pero lo cierto es que este
pronunciamiento de intenciones políticas aún tenía que enfrentarse con la
inercia de una sociedad con valores esclavistas incapaz de ver al negro como un
igual. La Guerra Civil estadounidense tiene cerca de 160 años de haber ocurrido,
sin embargo entre buena parte de la población blanca de Estados Unidos
prevalece el menosprecio por la vida de los afroestadounidenses, además de
estereotipos raciales fuertemente arraigados que mantienen, como generalidad, a
los negros separados de posiciones de poder y de oportunidades de desarrollo
iguales a las que detentan los blancos (la igualdad buscada en la ley se
encuentra lejos de cumplirse). Son grupos históricamente empobrecidos y
marginados por la justicia de facto cuyos individuos las más de las veces poco
pueden hacer para defenderse de los abusos de autoridades que reproducen la
visión dominante del negro como un ser proclive a la delincuencia, violento y
con poca voluntad de integración. Según esta visión racista que liga el origen
a un carácter determinado e invariable, el negro es un ser digno de castigo y un
criminal en potencia. Esto se creía en los años más cruentos del esclavismo y
esto mismo se sigue creyendo aún hoy en muchos lugares, ya sea como una convicción
clara o como una vaga noción nunca articulada y en tanto tal más difícil de asir conceptualmente y de criticar.
A pesar de que se ha hecho muy poco desde los diversos gobiernos
estadounidenses para una integración real de la comunidad negra (que sigue
viviendo en guetos y abarrota las cárceles a los largo de los Estados
Unidos), se abre cierta ventana de esperanza al ver la respuesta de buena parte
de la sociedad civil en las protestas por el asesinato de Floyd. Y si bien esto permite ser entusiastas por la manera
en que en pocas generaciones un buen número de estadounidenses ha cobrado
consciencia de que las desigualdades existen y son intolerables, la respuesta
de Trump arroja una nota muy negativa sobre el acontecimiento, ya que el
mandatario ha decidido enfrentar con violencia a unos protestantes cuya
legitimidad está lejos de toda duda. Una vez más, como desde el momento en
que llegó a la presidencia, Trump saca de las sombras una animosidad
conservadora e intolerante que parecía haberse mitigado desde hace muchos años.
Trump de nuevo nos sorprende por su talento para despertar las pulsiones más
violentas e irracionales y ponerlas al servicio de sus propias causas.
Tirando por la borda los valores de un pasado racista
En buena medida alegra lo que está ocurriendo en Estados Unidos, pues supone
avances muy importantes en la lucha de los negros por ser reconocidos como actores
de la sociedad tan valiosos como los demás, además de que permite ver un
cambio de mentalidad muy favorable en buena parte de la población blanca, que
en muchos de los casos ahora lucha activamente por la justicia y la integración
de los demás grupos sociales, y por dejar de lado una mentalidad racista que
solo ha resultado en violencia e injusticia. No menos impactante es ver las
manifestaciones que se están dando en Europa, en primer lugar porque son un
apoyo muy valioso a las manifestaciones estadounidenses, pero también porque
están revolviendo un pasado europeo que apenas desde hace muy poco ha sido
cuestionado con profundidad: un pasado exitoso, pero fundado en la explotación
y la violencia, y en una moralidad que por un lado enarbolaba un humanismo
pujante (que solo miraba por los humanos europeos) y por el otro
promovía la idea de que los otros humanos (no sujetos del humanismo) eran seres
de menor valor cuya explotación no debía mover a culpa. Un sistema de enorme
pujanza económica que descansaba en las espaldas flageladas de esclavos. Particularmente
significativos han sido los actos de vandalización en Bélgica de los monumentos
erigidos en honor de Leopoldo II, quizá el epítome del europeo esclavista
que abusa e incluso se regodea con el ejercicio de la explotación. El fundador de la vasta
explotación colonial del Congo que entre finales del siglo XIX y principios del
XX estableció un régimen de explotación que terminó con la vida de
aproximadamente 10 millones de congoleños, y a quien se debe el establecimiento
de medidas de terror para la obtención de recursos naturales como el caucho, el marfil o el copal, entre las cuales destacan el incendio de aldeas o la mutilación de quienes no
llegaban a alcanzar las cuotas impuestas. Esta figura que es embarazosa para
una Europa avergonzada de parte de su pasado (como el colonialismo o el
nazismo), cuenta aún en Bélgica con numerosos monumentos, algunos de ellos
previamente vandalizados, pero es en estos días, con el eco que Europa hace de
las protestas por el asesinato de George Floyd, que los protestantes belgas han
decidido deslindarse de un modo más enérgico de un pasado en el que, en nombre
de una supuesta superioridad racial, era permisible la explotación de unos humanos por
otros.
Ver la viga en el ojo propio
En México no suele reconocerse abiertamente la existencia del racismo. A
menudo, tratando de suavizar la carga significativa que tiene esa palabra, se
la troca por el término más vago del clasismo, reduciendo la
cuestión a solo fricciones entre las diferentes clases sociales (lo que prácticamente llega a significar nada, pues estas fricciones se dan en todas las sociedades). Sin embargo es
difícil negar que, tal como en otros territorios que antiguamente fueron
colonias, en México también existió una categorización racial que legitimaba la
explotación de los naturales del territorio por los españoles. En consecuencia,
la estructura administrativa y de gobierno estaba fuertemente determinada por
la diferenciación racial, que excluía de ciertos cargos a los descendientes de
indios o incluso a los criollos, en tanto que la estructura económica también
favorecía a los hacendados y latifundistas de origen hispano, quienes
sometieron a la población nativa a regímenes de explotación solo relativamente más
moderados que el esclavismo. La independencia no logró que de la noche a la
mañana esas estructuras ligadas a la raza desaparecieran, es más, es de dudarse
que en nuestros días hayan desaparecido del todo, sobre todo en el ámbito
económico, en el que las herencias pecuniarias han dotado a algunas familias de
la posibilidad de favorecer a su progenie. Sumado a este punto,
es plausible que la hegemonía europea a nivel global desde los primeros tiempos
de la colonización hasta el canto del cisne de esta a mediados del siglo XX sea
un factor determinante para que la cultura europea se impusiese como el modelo
para el resto del mundo, con una idea de la belleza forjada sobre el tipo
físico europeo (lo que esto signifique) y con una idea del gusto básicamente también europea. No es que
necesariamente esos modelos culturales se impusieran por la fuerza, pero es
innegable que eran los modelos hegemónicos que muchas de las poblaciones
sometidas adoptaron de forma inconsciente para encajar en sociedades hechas con
moldes europeos y para tener mayores oportunidades de acceso al poder y a la
"buena sociedad". Es quizás esta la razón de que tantas mujeres en
México y toda Latinoamérica se pinten los cabellos con tonos rubios o de que
exista una obsesión igualmente inconsciente con la claridad de la piel o con
ciertos rasgos físicos. Pero quizá esta inconsciencia jamás se manifestó con tanta
claridad como en una Bárbara de Regil horrorizada por el oscurecimiento de su
tono de piel por un filtro fotográfico. Su horror estalló en palabras tan
inocentes como sintomáticas del racismo mexicano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario