Lo único perfecto es aquello qué está acabado y no sujeto a transformaciones. Nos gusta lo perfecto, o su idea, porque lo perfecto es también lo definido y lo que orienta. Aunque nuestra experiencia no desconozca la variabilidad imprevisible de las situaciones y las cosas, nuestra forma de describir y concebir estas mismas cosas se vale de una argucia instintiva e inconsciente: considerar las cosas que nombramos como entidades estables; los mismos nombres estabilizan la variabilidad y le dan márgenes. Por este deseo de definición perfecta, tampoco es extraño que las imágenes de la estabilidad imperturbada hayan sido y sigan siendo tan queridas por los humanos. Una de las imágenes más conocidas de la estabilidad y la perfección absolutas es Dios, y la extensión de su ser en términos de lugar y tiempo: el Reino de los cielos que está más allá del tiempo. El Reino de los cielos es también, y sobre todo, el lugar de la justicia; es imposible que la justicia triunfe en el mundo en que vivimos, en el mundo sometido al tiempo y sus engaños; para que la justicia triunfe el tiempo ha de cesar. Sólo en el cielo se verá quién, más allá de cómo se le consideró en la Tierra, es justo; y ver la justicia realizada, completa y perfecta es ver a Dios. Pero el aprecio casi universal por las imágenes de la justicia y la verdad no es exclusivo del pensamiento religioso. La ciencia histórica y materialista de Marx también trazaba una historia a largo plazo, toda ella realizada en la tierra, en la que finalmente triunfaría la justicia; la ciencia, valiéndose de la razón, pretende, si no una definición moral del mundo, sí una definición de las cosas por la que se pueda orientar la acción de los hombres; Marx se valía de la utopía, tiempo del triunfo de la justicia, para la definición de la historia. La ciencia, en cambio, tiene una visión más limitada de la historia y de los acontecimientos que suceden en su seno, pero, como tantas otras creaciones del mundo moderno, pretende describir y normalizar los acontecimientos, para lograr, si no un juicio moral y completo de las situaciones, sí una definición de ellas por medio de la cual puedan insertarse en el mundo de ideas del hombre. Esto ayuda para el manejo de objetos y situaciones, pero también les quita sus aristas irracionales, aquellas que a veces hacen a los objetos más encantadores, pues lo que se entiende es asunto terminado. Pero cuando se comprende que nada terminará de entenderse por completo, se puede ver a los objetos con una "objetividad" más cruda, pero también más prudente: sabiendo algunas cosas de ellos e ignorando todo lo demás; y en donde persiste la ignorancia persiste la curiosidad.
El tema de los animales viene muy a lugar cuando hablamos de imperfección. Quizá una de las cosas que despertó la noción de perfección en el hombre fue el conocimiento de los animales; ni al hombre primitivo pudo escapársele el hecho de que existieran estrechos lazos de afinidad entre los animales y él, sólo que las funciones que en él generaban incluso conocimiento en los animales parecían inacabadas e imperfectas; verse en los animales era como verse en un espejo que revelaba una imagen de su propia "infancia histórica". Mucho de lo que quizá empezaba a ver como digno de cambiarse en su conducta lo veía enseñorearse sin freno en el mundo de los animales: la violencia, el asesinato, la sujeción inexorable a los dictados de la naturaleza. Mientras el hombre más se alejara de la crueldad de ese mundo, más se acercaría, grado por grado, a su propia realización, a una vida pacífica en la que la naturaleza podría verse de lejos y desde la cual también podrían dominarse sus adversidades. Por mucho tiempo el hombre vio a los animales como un modelo negativo del cual alejarse. La religión, manera en que el hombre tanto tiempo simbolizó tanto el mundo en el cual vivía como el mundo al cual aspiraba, no necesariamente la aberración que ahora –haciendo leña del árbol caído– se suele decir que es, trazó una frontera: de un lado, el jardín del Edén y sus criaturas, y del otro, el hombre, cuyo dominio había sido otorgado por Dios. Pero en el siglo xvii la perspectiva de este antropocentrismo cambia. Según Descartes, que comienza a mirar el mundo con ojo científico, los animales son máquinas cuyos comportamientos están determinados por la naturaleza. Algo impidió a Descartes trasladar este mecanicismo al reino de lo humano; quizá sólo estaba expresando en lenguaje moderno y científico el status tradicional del hombre como señor del mundo, quizás le horrorizó ver que el hombre también podía ser una máquina o, aun peor, un animal.
Habría que esperar al siglo xviii para que, en el clima de la Ilustración, alguien se atreviera a completar en todo su alcance la analogía de Descartes. Julien Offray de La Mettrie, después de haber padecido una temporada de enfermedad y alucinaciones, llegó a la conclusión de que los estados del cuerpo se reflejaban en los estados del alma y, por tanto, el alma era también parte del cuerpo. Para La Mettrie, aquello que Descartes tenía por seña de diferenciación entre lo animal y lo humano era también mecánico y determinado; el alma era una manifestación peculiar de las combinaciones atómicas por las que se originaron todos los entes físicos, y lo humano, tanto como lo animal, era una cuestión física. Si para Descartes los animales eran máquinas, para La Mettrie los hombres también lo eran. En el tratado L'Homme-machine (1747) La Mettrie desarrolla esta tesis, por la que, mediante un materialismo filosófico, el hombre vuelve al seno de la naturaleza, a ser un animal más en un mundo de animales. Ya caída su corona de criatura de moralidad superior y semejante a Dios, La Mettrie aconseja al lector "revolcarse como los cerdos y ser feliz a su manera".
Nosotros vivimos en una época en que poco a poco el pensamiento religioso va perdiendo posición, ¿pero en favor de qué? Los más optimistas dirán que lo pierde porque el pensamiento científico lo va suplantando. ¿Es esto cierto? En la mente del común de las personas todo lo que hay sobre la ciencia es la falsa imagen de una autoridad todopoderosa cuya opinión legitimiza o desacredita; nada es cierto si la ciencia no lo ha confirmado. Por mucho que la gente estime su autoridad, en la vida real la ciencia sigue encerrada en los laboratorios, balbuceada por los hombres comunes o vociferada por la televisión. Respecto a esto último, he llegado a creer que las formas de contacto más frecuente con la ciencia se dan a través de la propaganda –por ejemplo, la de los grupos ecologistas que pretenden justificarse moralmente diciendo que ellos promueven formas de vida acordes a la naturaleza, otra definición de acción justa– y a través de una serie de nuevos modelos de hombre promovidos por la televisión pero sólo visibles en ella: detectives y médicos cuyos extensos diálogos no son sino una retahíla de argumentos sobre puras cuestiones comprobables. Tan poco parece haber permeado el pensamiento científico de una manera más profunda, que aún estamos lejos de verlo aplicado a las formas de expresión cotidianas: ni tenemos una música científica (salvo la espectralista, quizás) ni un arte plástico que haga demasiado eco de la ciencia. La ciencia se mantiene al margen, más superficialmente admirada que realmente comprendida.
Ahora nos enfrentamos a la curiosa situación de que el hombre no ha podido ascender todos los peldaños de su escala hacia la perfección, y reconoce que tal vez esa escala sea impracticable. Ahora, en un mundo sin simbolizaciones incuestionables, el arte se desarticula –tampoco puede encontrar un fundamento sólido en la ciencia, que es muda respecto al sentir humano– y busca sus modelos en la naturaleza (una naturaleza cruda que no ha pasado por el tamiz de la racionalización) y en lo empírico. Un gran sabedor de que lo empírico está cargado de significados no precisos pero, sin embargo, sí existentes fue el argentino Mauricio Kagel (1931-2008), quien opuso a las obras musicales académicas, racionales y asemánticas de los cincuenta una música en la que emergían todos aquellos aspectos de la expresión humana que habían sido despreciados por siglos de racionalismo musical: no importa que un niño cante mal, lo que importa es que cante con ganas; tampoco importa trazar una frontera precisa entre cierta animalidad expresiva y la expresividad humana, lo importante es que aquélla puede hacernos recordar ésta. Kagel imaginaría una música en donde una forma de expresión humana primaria se pone al descubierto en Exótica (1971-72); en Acustica (1968-70), que podría hacer las veces de pareja siniestra de Exótica, va más allá y hace una música "antropológica" que parece tratar sobre la expresión en una era en la que era difícil precisar si los humanos ya eran humanos. Con Kagel siempre puede venir a colación aquel "revolcarse como los cerdos y ser feliz a su manera".
Acustica (1968-70), segunda parte
1898 (1972-73), segunda parte
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Bibliografía
La Mettrie, Julien Offray de, Discurso sobre la felicidad, col. El libertino erudito, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2005.
Discografía
Acustica, interp. Kölner Ensemble für Neue Musik, Deutsche Grammophon, 1971.
1898 & Music for Renaissance Instruments, dir. Mauricio Kagel, Deutsche Grammophon, 1973/98 (reedición).
1898 & Music for Renaissance Instruments, dir. Mauricio Kagel, Deutsche Grammophon, 1973/98 (reedición).
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