sábado, 20 de febrero de 2010

Un caso para los anales de la musicología


Del grueso haz de los excéntricos, muchos acaban llegando a músicos, es cosa sabida. Y como las cosas cuanto más excéntricas y fuera de norma son mejores para el gusto del buen curioso, me es grato tener la ocasión de contar la historia de un hombre cuya vida, sembrada desde la infancia de malas casualidades, fructificó en algunas de las obras más personales del objetivizante e impersonal siglo XX.

Por primera y quizás única vez hablaré de un canadiense, primera mala casualidad para armar el expediente. Sí, alguna vez en Canadá también se ha hecho buena música. Pero no demos demasiada importancia a que nuestro hombre haya sido canadiense, pues ni la nacionalidad ni los expedientes personales son pista suficiente para explicar el talento cuando se da. Aún así, no habiendo otro modo, habremos de esbozar la historia de Claude Vivier.

No es del todo seguro que Vivier naciera un 14 de abril de 1948 en Montreal, pero eso es lo que quedó registrado cuando los padres adoptivos de Claude tuvieron que dar alguna seña del momento en que el niño había nacido al registro civil de la ciudad. Claude había sido abandonado por sus padres naturales, a quienes jamás conocería, y llevado a un hospicio, de donde la familia Vivier lo sacó para llevarlo a casa. Ya como un Vivier, se educó en los colegios maristas de Montreal, manifestando sus dotes musicales y artísticas en el coro o en la compañía teatral de la escuela. Su vocación religiosa lo llevaba a tomar el camino del seminario, pero su homosexualidad y sus desplantes le cerraron sus puertas.

Después profundizaría sus estudios musicales. Estudió con Stockhausen, de quien aprendería la manera de componer largas piezas con sólo poco material musical; Stockhausen por aquellos tiempos, los setenta, había formulado lo que con los pedantescos nombres a los que era tan dado llamaba Formel-Kompositionen: con un número muy limitado de notas y cuidando las relaciones interválicas entre ellas lograba obras de duraciones inconmensurables, como Mantra de 1970, donde a partir de sólo trece notas elabora un tejido musical que se extiende por más de una hora. Vivier retomaría algo de la técnica de la Formel-Kompositionen para estructurar sus propias obras, aunque modificando sensiblemente la calidad del material: mientras Stockhausen se apegaba a la más cruda atonalidad para escoger su material, Vivier, mucho más ecléctico en sus elecciones, hacía temas reminiscentes, por sus disposiciones interválicas, de las melodías gamelán de Indonesia. Aun cuando Vivier sentía una adoración fanática por su maestro, Stockhausen no lo tenía en mucha estima, así que la relación entre ambos no fue muy duradera.

Para continuar esta muy sui generis educación musical y para alimentar sus devociones religiosas --Vivier se declaraba católico, pero, como suele suceder con varios hombres de cierto genio, sus creencias rebasaban las denominaciones comunes--, fue a vivir una temporada a Indonesia en 1977. Ahí se empapó de aquella música local que ya antes había seducido a más de un músico célebre; durante alguna feria internacional en el París finisecular, Debussy también había quedado prendado de la sonoridad misteriosa del gamelán balinés (de Bali, una de las islas más pobladas del archipiélago indonesio); Messiaen, aparte de su conocida asiduidad por el canto de los pájaros, amaba las resonancias profundas y las melodías meditabundas del gamelán. De regreso en Canadá, Vivier compuso Pulau Dewata, quizá rememorando alguno de los parajes solariegos de Indonesia; pulau llaman genéricamente los indonesios a las islas que crispan las líneas de sus fragmentados litorales.

Después de este viaje no dejaría nunca de evocar en sus obras lugares distantes, exóticos por lo extraño de sus culturas o sumergidos en las brumas de las leyendas. A principios de los ochenta comienza a componer una de sus obras más ambiciosas, Marco Polo, ciclo de piezas instrumentales y de arias operísticas que quedó inacabado, emulando para sí los pasos del viajero veneciano por las vastedades asiáticas. En esta emulación, Vivier visita de la mano de Marco Polo Bujará (en Bouchara, de 1983), Samarcanda (en Samarkand) o Cipango (en Zipangu, de 1980), el legendario Japón del medievo en el que los reyes vestían túnicas rutilantes de las más suaves sedas y los palacios estaban recubiertos todos de oro.

Y en tanto fugaba su imaginación hacía los sitios más distantes, componía algunas de sus piezas más íntimas. En Lonely Child, de 1980, recuerda su condición huérfana con un largo lamento en el que clama por aquella madre que jamás tuvo la fortuna de conocer. Un año antes publicaba una de sus obras más concisas, Orion, poema orquestal en el que Vivier contempla musicalmente los cielos y los acontecimientos cósmicos; el tono de Orion evoca la inmensidad y la inhumanidad de lo celeste, y en el momento en el que la contemplación de esta inmensidad se vuelve más desgarradora, una voz humana hace un llamado, sin recibir más respuesta de los inconmovibles cielos que un eco.

Orion


En este estado de desabrigo anímico, Vivier fue a vivir a París, donde tomó por costumbre relacionarse fugazmente con prostitutos. Esta costumbre lo llevó a tal grado abyección, que día a día se iba relacionando con prostitutos de peor ralea; en algún momento de esta carrera hacia un fin nada prometedor, una amiga le aconsejó que fuera más prudente al respecto. Vivier parece no haber hecho ningún caso. El 7 de marzo de 1983 encontraron su cuerpo en la habitación de un arrabal parisino; un prostituto lo había apuñalado. Pocos días antes de su muerte, escribió su última obra. En ella él es el protagonista. Sube al metro y se encuentra a un muchacho que al ver reconoce temerosamente. El muchacho lo aborda y comienza a conversar con él; el muchacho le dice que es él quien le quitará la vida.

Crois-tu en l’immortalité de l’âme?


En vida, Vivier gozó de cierta celebridad en Canadá; el resto del mundo lo conoció una vez que estuvo muerto. Por sus competencias musicales no era un músico corriente: era un orquestador hábil como pocos, y su talento para hacer obras de gran formato admiró a quienes conocieron su obra. György Ligeti, que aparte de ser un compositor excepcional, era un comentarista bastante agudo, escribió esto despues de escuchar dos obras de Vivier:

Cuando escuche dos obras de Claude Vivier la primera vez, me estusiasme y me dije ¿Este hombre es un genio? Su música me ha llegado por su originalidad conmovedora. Vivier poseía una imaginación sonora fantástica. Tenia también un don genial para la gran forma. No era ni un neo, ni un retro, pero al mismo tiempo, se situaba totalmente fuera de la vanguardia. Fue en la seducción de la sensualidad de los timbres complejos donde ha sido el más grande maestro.

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