miércoles, 20 de enero de 2010

La última reencarnación del rock


Sé que esto de la muerte del rock ya es un tópico, pero, ¿frecuentemente hasta en el más mañoso de los tópicos no se oculta algo de verdad? ¿No había muerto el rock ya en los ochenta, cuando los ingenieros de sonido de las grandes discográficas lograron un sonido saturado, estimulante y pegadizo, música planeada para vender y gustar a la primera? Cuando el rock resuscitó en los noventa de la mano del grunge, ¿no resuscitó como un ente más rudimentario y más temeroso de las sofisticaciones, campo en el nunca podría volverle a ganar al pop hecho por colmilludos productores? Los solos virtuosísticos de los setenta quedaron de un día a otro proscritos por el nuevo buen gusto, que se declaraba ajeno a las sofisticaciones y amigo de una nueva sencillez expresiva muy demodée; el sintetizador, antes juiciosamente aprovechado por grupos como Pink Floyd, se retiró del instrumental del buen roquero por apestar a pop. El auge de la música electrónica (techno, house, idm) a finales de los noventa traería de vuelta al sintetizador. Pero tanto este auge, principalmente en sus versiones más radicales (Aphex Twin, Squarepusher, Autechre, Matmos), como la búsqueda de nuevas formas de hacer rock, catalogadas genéricamente como postrock, eran indicadores de que a ciertos músicos ya no les bastaba la estructura de estrofa-coro-estrofa-coro para hacer su música. Ahora parece que este auge fue en cierta medida sólo momentáneo. Las grandes disqueras y sus subsellos parecen dominar casi todo cuanto se produce, y con este dominio, hasta en los campos de lo "alternativo", la voz dominante la lleva el productor que sabe cómo hacer música, cómo hacer arreglos, a qué mercado contracultural o aspiracional dirigirse, etcétera.

Es claro que el rock y, sobre todo, su sonido tan esmeradamente trabajado en los estudios tienen sus encantos. Me atrevería a decir que jamás antes del rock se había logrado hacer un sonido tan crudo, tan afecto a la distorsión, al ruido; ni las disonancias de Webern o Schöenberg son a veces tan elocuentes al expresar la agresividad de una época tan poco dada a los enternecimientos y las gentilezas, tan abocada a un crudo "aquí y ahora". Pero lo que el rock gana en sonido parece perderlo en forma. Siempre esos corsés convencionales de la estrofa-coro-estrofa-coro..., ciertos aires de fingida desfachatez (a veces en hombres de 40, 50 o más años) y, eso sí, la atención mejor calculada para trabajar el sonido, agregar distorsiones, meter un arreglito lindo de marimbas, ukelele o cualquier cosa que distraiga la vista de su rusticidad primordial. Más allá de notables excepciones, el rock parece poco dado a aventuras mayores ¿cuántos grupos de rock hay que puedan desembarazarse de su kit típico de bajo, batería y guitarra eléctrica?

La también genéricamente llamada música contemporánea mantiene al rock a raya y jamás le reconoce sus méritos; prefiere encerrarse en camisas de once varas, eliminando todo trazo de melodía o inventando la teoría más estrafalaria para alejarse de los viejos valores de orden y belleza que regían las obras de la tradición tonal (de Bach a Mahler), sin reconocer que el rock de una manera tal vez inconsciente y, por tanto, espontánea y natural ya había evitado los lugares comunes de la música tonal, eso sí, muy restringido en herramientas técnicas y en ambiciones formales. Así, el rock para varios de los compositores más notables del siglo XX había pasado por música insustancial y comercialmente planeada que había que evitar.

Quien no pudo evitar reconocer la voluntad común de rock y música contemporánea de elaborar un sonido y una música más allá de la belleza y racionalidad de la tonalidad fue un músico italiano de muy reciente muerte. Él jamás evitó mostrarse aficionado al rock, al mejor techno (Pansonic, Aphex Twin) y buscó en ellos lo que la música contempóránea había buscado de la forma más abstrusa: hacer tabula rasa de una tradición tonal cuyo parámetro principal era hacer obras bellas.

Nuestro personaje, Fausto Romitelli (1963-2004), estudió en sus años mozos con Gérard Grisey, uno de los grandes patriarcas del espectralismo, en el Ircam de París. Jamás dejaría de confesar su admiración por su maestro. ¿Qué proponía el espectralismo de diferente al resto de las músicas contemporáneas? Un nuevo sistema de armonía funcional y una continuidad de discurso musical que se había perdido en las radicalidades de los diferentes ismos (serialismo, aleatoriedad cageana, gestualismo kageliano); un nuevo sistema armónico cuya norma no era la belleza sino la integración de sonidos puros (notas) con impurezas de sonido (sonido inarmónico, sonidos compuestos y, en el último de los casos, el tan temido ruido y la saturación ya preconizada por Ligeti). Para Romitelli, una de sus "impurezas" más queridas era el sonido violento y asesino --en algún lugar Romitelli dijo querer lograr obras que tuvieran el carácter de orgías y asesinatos-- del rock, la saturación por distorsiones, la amplificación monstruosa del sonido, las frases contundentes y agresivas del guitar heroe.

Romitelli tardó mucho en madurar su carácter musical. Pero ya afirmado, no dudo en hacer una amalgama entre la armonía permisiva del espectralismo y la contundencia expresiva del rock; llamó a la palestra a los instrumentos olvidados por la música culta --la guitarra eléctrica, el bajo eléctrico, la batería-- para integrarlos a un discurso musical del todo ajeno a cualquier academicismo petulante. El primer gran manifiesto de esta nueva forma de hacer música es quizá la monumental obra Professor Bad Trip. En ella todo es distorsión, dislocamiento, génesis monstruosa. Una frase melódica contundente de unas cuantas notas se pervierte, se desvanece convertida en ruido; rapsódicamente todo lo que aparece a la vista (un motivo, una secuencia rítmica) busca de una forma tan feroz su consecución, su imposición, que se consume bajo los fuegos de su propios excesos de energía. El espiritu de una época asesina transfigurado en música.

Professor Bad Trip: Lesson 1 (1998)

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