A partir
de que el museo se afianzó como el lugar privilegiado para el encuentro de las
personas con la cultura, al menos en Occidente, algo cambió para siempre en la vida
cultural, pues era como si la vía al reconocimiento siempre o casi siempre pasase
por el museo; en última instancia ahora podría bastar con conquistar a la gente
de esta institución para conseguir un tipo de consagración rápida (o
automática) que antes no existía. En la cima del sistema de valoración
museístico estaba la figura del crítico, una persona idealmente capacitada, por
su cultura humanista y artística, para discernir (en un tiempo más corto que
aquel de una vida humana) qué de todo el universo artístico/cultural valía la
pena como para darle un lugar en el siempre limitado espacio del museo, esto
cuando antes esa suerte de consagración había de pasar muchas de las veces por
un consenso más amplio pero más difícil e impredecible, el del público, y tras
lapsos indeterminables de tiempo.
El museo
subvirtió por completo muchas de las ideas que se tenían del arte al cambiar
casi sin quererlo los canales y los «epicentros» del consenso. Es curioso
pensar cómo muchas de estas instituciones comenzaron como simples colecciones
en las que se buscaba reunir obras que a juicio de sus promotores resultaban
valiosas o simplemente atractivas. El poder de acumulación y exhibición de
algunas de estas instituciones llegó a ser tan grande que varias de ellas, más
allá de una función original privada, se convirtieron en centros de exhibición
públicos que dotaron a amplios grupos ciudadanos de un lugar de contacto con un
espectro cultural extraordinario ajeno a cuanto ese público veía en el día a
día. Y bajo la lógica funcional del museo de ser un centro abocado a la
exhibición, nacen otros tantos espacios durante los siglos xviii y xix:
las exhibiciones y ferias de arte, los centros culturales o las salas de
concierto.
Las
burbujas del consenso
Con respecto
a las redes sociales, a menudo se habla hoy de las cámaras de eco, una
metáfora con la que se señala la capacidad de las redes y de los grupos que se
forman a su amparo de reafirmar las perspectivas y puntos de vista de un
usuario específico brindándole la ilusión de que una mayoría opina como él.
Esto se da, como ahora se dice tanto, porque los algoritmos, que dan la pauta a
las redes de qué cosas y temas hacer más visibles a los usuarios dado el
interés mostrado, llevan a estos de manera preferente a sitios que
probablemente serán de su agrado, y a reunirse con comunidades de gustos y
opiniones semejantes. Entonces al moverse el usuario a través de las redes,
este no hace sino «confirmar» que casi todos a cuantos ve comparten su forma de
pensar, y si hay otras comunidades con formas de pensar radicalmente distintas,
estas pueden quedar con cierta facilidad en la oscuridad del desconocimiento.
Algo
semejante a estas burbujas se ha formado en comunidades artísticas como la
musical y la de las artes plásticas. Esa música que ahora —de manera un tanto
objetable— llamamos música académica no es sino el último eslabón de una de las
tantas tradiciones musicales europeas, específicamente, aquella de la música
que comenzó a escribirse (anotarse) en algún momento de la alta edad media. Y
pese a que es una tradición que ha estado en competencia (convivencia, ¿por qué
no?) con otras culturas musicales, fue la que entre los siglos xviii y xix
se hizo de una mayoría de espacio de exhibición en las salas de concierto
europeas, y con esto también adquirió el prestigio que ello implicaba.
Asimismo, el
prestigio de los géneros artísticos (culturales) tiene siempre un lugar de
gestación (un «epicentro»), y en el siglo xix
este lugar era la crítica (afincada en editoriales especializadas en el rubro o
bien, en las instituciones museísticas), que estaba constituida de forma
mayoritaria por personas de clase media y alta que cotidianamente comentaban
sobre los conciertos y exposiciones que tenían lugar en las ciudades, pero que
naturalmente concedían más atención a aquellas músicas y expresiones artísticas
que se practicaban y consumían en su propio medio social (el antropologismo de
analizar lo que hacían otros sectores sociales, o aun otras culturas, era
todavía una práctica poco común). Su universo de análisis por tanto se centraba
en la música escrita de los autores europeos, por una parte, y en esas obras
plásticas concebidas bajo el esquema de un autor individual determinador de las
directrices conceptuales más importantes de las obras, relegando a la casi
inexistencia (o al menos a la inexistencia en el campo de la teoría artística)
a las expresiones plásticas de índole tradicional o colectiva. Una vez
desbrozada esta paja, la mirada crítica se enfocaba en las obras de los autores,
y no fue extraño que estas fuesen las que ganaran el prestigio de ser las
mejores, aquellas en las que el genio artístico se expresaba; obviamente ese «genio
artístico» se encarnaba casi con exclusividad en la forma de individuos [blancos y europeos, pero ese es otro tema],
más que de grupos artísticos. Hay excepciones, pero son eso: excepciones.
Hay que
considerar también que la figura de la crítica es algo inédito y particular de
las sociedades liberales europeas: hasta ese momento nunca o casi nunca había
quedado fijo con los instrumentos de la crítica y la historiografía del arte qué obras
eran las que poseían mayor valía artística. El juicio de ese grupo de personas ahora
permitía a los consumidores de productos culturales navegar con mayor comodidad
habiendo dejado a un lado a una mayoría de lo producido incluso por el
Occidente europeo, y ni qué decir de las creaciones americanas, asiáticas, etc.,
que por default pocas oportunidades tenían de ser valoradas bajo este esquema
por no ser obras de genios creativos individuales. Esas obras estaban bien para
los nacientes museos de antropología, y por un buen tiempo este sería su límite
de integración.
De la mano
del establecimiento de este aparato crítico se va consolidando la idea de que,
tal como existen las élites en la sociedad, existen también élites artísticas y
con ellas genios, obras maestras y nuevas idealidades, como aquella de la
trascendencia artística. El arte ya no era una actividad corriente, sino esa
entidad que causaba la nueva devoción de los círculos liberales, quizá
reemplazando a la cada vez más desacreditada religión como depositario
espiritual de la cultura. Ahora existía el Arte y aparte de él estaban todos
esos otros personajes que aunque pintaban y tocaban instrumentos o componían
canciones, no llegaban a recibir el reconocimiento de las más acreditadas
instituciones artísticas (cuando se podía se los relegaba llamándolos artesanos
o artistas populares).
La burbuja del consenso se había formado y algo
se insinuaba: era Artista o Músico aquel cuya obra era exhibida en museos o
salas de concierto, o aquel cuyo nombre aparecía con firmeza en las páginas de
los libros de historia.
Burbujas
que se rompen y burbujas que permanecen
Sin embargo,
sobre todo en música, esta burbuja tarde o temprano habría de romperse. Al
tratarse de un arte omnipresente que existe mucho más allá de las salas de
concierto clásicas y al contar con una industria que jamás llegó a
circunscribirse por completo a estas, la música siempre tendría innumerables perspectivas
y campos de desarrollo. Sobre la música escrita, es curioso ver cómo esta se
adentra en el siglo xx con obras
revolucionarias que paso a paso van minando los consensos de su propia
tradición. La Consagración de la primavera (1913) ponía en entredicho
toda la tradición europea de composición rítmica con sus compases siempre
variables, mientras que el Pierrot Lunaire schoenberguiano (1912)
convertía el drama escénico en una expresión del subconsciente en que con
destellos sonoros atonales se representaba el informe devenir de la
emocionalidad humana. Con obras como estas, uno podría creer en la continuidad
e irreversibilidad del progreso musical, y que el gran arte musical seguía
ligado a la tradición de la música escrita.
Pero esto era
solo una narrativa, una de una infinidad posible. Lo cierto es que la burbuja
de esa cultura musical no podía sino romperse al cobrarse consciencia de que
había mucha más música y de que mucha de ella era más pujante y estaba más en
sintonía con los cambios en el mundo y la cultura. No muchos se darían cuenta
en aquel momento, pero el mundo colonial eurocéntrico estaba entrando en un
largo ocaso mientras que despuntaba otro mundo en el que, al menos en el
hemisferio occidental, la cultura estadounidense cada día se manifestaba con
más fuerza, y su música, o sus músicas, no eran aquellas que se oían en
silencio y devoción en las salas de conciertos, sino músicas populares de
raíces africanas o europeas (como el ragtime o las polcas). Por algún tiempo
más el mundo de la teoría musical estuvo dominado por europeos o por americanos
queriendo imitar europeos, pero lo cierto es que la música de fuera de las
salas de conciertos era la que más rápido evolucionaba y la que acogía con más
naturalidad las últimas innovaciones técnicas o los tópicos del mundo secular,
mientras que buena parte de la música de las salas de concierto, obsesionada
con la idea del progreso continuo, se hacía cada vez más innecesariamente
compleja y buscaba maneras cada vez más enrevesadas de huir de su historia y tradición,
en una concepción malentendida de progreso que aún afecta a muchas de las
producciones culturales de estos tiempos.
A alguien que
solo se enterase del acontecer musical por lo dicho por la historiografía
musical consagrada podría parecerle que el serialismo o la música estocástica eran
la vanguardia de todo el universo musical porque se los presentaba como tales
(porque para muchos en la llamada música académica no podía concebirse otro progreso
histórico que aquel en el que por medio de vanguardias revolucionarias se
avanzaba a saltos; si no existía ruptura, la legitimidad de los movimientos
podía ponerse en entredicho). Lo cierto es que a cualquiera con el suficiente
contacto con cuanto acontecía por fuera mucha de esta música le resultaría
irrelevante y poco significativa, una música compuesta en una torre de marfil, excesivamente
teórica (cuando no casi escolástica) y cada vez menos en contacto con las
realidades del mundo. Cada vez resultaría más difícil hacer pasar esta música
de pretensiones trascendentes como la única gran música del mundo, como la
única con el derecho de llamarse Música; mientras que en cuestión de unas
cuantas décadas en la música secular los géneros se multiplicaban y los cambios
de gusto estaban a la orden del día, lo que ponía en entredicho que pudiese
haber autoridades musicales inapelables para toda la diversidad de manifestaciones que de forma continua estaban eclosionando.
Tanto en música como en artes plásticas, otro par de fenómenos asociados a este de las «burbujas» son los que llamaré aquí «la consagración prematura» y los «laboratorios culturales». La consagración prematura nace de la premisa de que como autor bastaba con ser avalado por una institución o autoridad establecida para que una obra casi al momento mismo de nacer estuviera considerada como una obra de calidad extraordinaria (y el fenómeno se acrecentaba cuando se trataba de la comisión directa de una institución a un artista, porque el mismo hecho de dar ese voto de confianza era el aval de que se le consideraba un artista de importancia; dicho de manera tosca: tales obras contaban de antemano con un pedigrí artístico). Además, para todas las obras que llegaban a museos y salas de concierto, la probabilidad de que se le avalase era alta ya que tanto los artistas adscritos a las instituciones como los críticos eran social y profesionalmente cercanos y la crítica de estos últimos solía dirigirse casi con exclusividad a las obras de los primeros, cuando no eran esos mismos críticos los que invitaban y daban comisiones a los artistas que consideraban por descontado como buenos y/o trascendentes. Por su parte, la idea del «laboratorio artístico» nace de que se llegase a un exceso de semejanza entre la práctica y la teoría artística, de esta manera, artistas muy cercanos a las instituciones y los medios críticos harían sus obras directamente como respuestas a tópicos planteados por los teóricos, y por tanto tendrían más probabilidades de ser bien recibidas por estos. Se llegaba a un punto en el que el teórico podría prefigurar las prácticas artísticas, pudiendo llegar a ser estas una puesta en práctica de los postulados de las teorías del momento (tal como en las ciencias, en las que las teorías se ponen a prueba en los laboratorios para verificar su validez, solo que aquí en lugar de primar la rigurosidad de observación de la ciencia, lo que primaba era la excesiva similaridad de pensamiento entre teóricos y artistas y una anticipada corroboración positiva de las «teorías» en el «laboratorio artístico»). Toda una suerte de círculo vicioso (casi endogámico) en el que entre unos y otros se validaban y respaldaban dificultando el acceso a los círculos artísticos a personas con concepciones divergentes.
Como queda
visto, es difícil conservar (o siquiera intentar establecer) un consenso de valor
en el mundo musical, ya que la música tradicional («clásica») tuvo que
enfrentarse con una serie de músicas mucho más ampliamente diseminadas y mucho
más abiertas a influencias diversas. El mundo musical es sin duda todavía en la
actualidad un mundo multipolar donde las pretensiones de centralismo jamás podrían
llegar muy lejos, al menos en sociedades tan entrelazadas entre sí como las
actuales. Sin embargo, por alguna razón, no ha sucedido esto mismo en las artes
plásticas. El museo en este sentido se mostró como una institución mucho más
sólida que la sala de conciertos. Pero ¿qué hay detrás de esta solidez?
No es aventurado
decir que algo que sí pasó en las artes plásticas pero no en música fue que en aquellas
se creó un nicho claramente diferenciado de la tradición, y esto sobre todo a
partir de los años 60 o 70 del siglo xx,
cuando la pintura comenzó a perder vigencia y se establecieron géneros y prácticas
que no contaban con paralelos en el mundo de las artes de la «baja cultura»
(expresión odiosa donde las haya, pero que sirve para describir una
estratificación aún presente pero no siempre abiertamente admitida en el arte
occidental). Todo aquello que antes hacían pintura y escultura respecto de la
representación de la realidad (o de realidades subyacentes o no evidentes) lo
hicieron con una eficacia mucho más grande primero la fotografía y luego el
cine (con su capacidad de recrear relatos que van desde la sencillez hasta la
más compleja estratificación narrativa); quizá sea esta una de las principales razones de
la devaluación de la representación pictórica y uno de los motivos por los cuales
la mayor parte de los principales ismos de la primera mitad del siglo xx buscarían encontrar formas alternas y
no «literales» de representar la realidad. Pero en algún punto también las «representaciones
alternativas» y la abstracción dejaron de tener encanto incluso para aquellos públicos
cercanos a la evolución del arte promovido por las galerías y museos; y al
tiempo que la representación pictórica perdía el respaldo universal de aquel público
(porque la representación «plástica» de la realidad nunca ha perdido vigencia
en ámbitos como la publicidad, la televisión y muchos de los rubros más
rentables, vigentes y potencialmente creativos de la cultura actual), surgía
con fuerza el arte conceptual, que retomaba —de manera un tanto tardía, quizá— el
ethos de las obras más radicales de Marcel Duchamp, con lo que se proponía
como labor primordial del arte el cuestionamiento continuo de la expresión artística.
El cuestionamiento de la representación en vez de la representación misma, un
arte que idealmente al nacer era ya de por sí una crítica de sí mismo y de su
hacer (lo que pasado el tiempo dejó a la crítica [externa] desarmada y en el
papel de simple validadora de lo producido mediante figuras a veces casi
cómplices como la del curador o los comisarios, pues idealmente en la
concepción de este arte el artista, aparte de ser autor, estaba también
investido con las facultades del crítico). Por una causalidad inédita incluso
el aparato crítico había acabado un tanto subyugado por la figura del artista y por los artífices detrás de esta figura: los galeristas y las instituciones artísticas, quienes
podían ver en el artista a un talento al cual promover o a un activo en el cual
invertir, sobre todo una vez que hubo grandes capitales y compradores involucrados
en la industria.
El arte
plástico post-tradicional logró así lo que su equivalente musical nunca
pudo: en una jugada posmoderna como pocas, logró convertir sus productos en una
representación de la riqueza y el amor a la cultura, en objetos de lujo solo alcanzables por las élites económicas y (en menor medida) culturales de las sociedades
occidentales, integrando en un mismo amasijo a artistas, críticos,
instituciones y capitales. ¿Se romperá algún día esta tenaz burbuja? ¿La gente
volverá a reconocer que la plástica nunca terminó, sino que emigró a montones
de sitios completamente alejados de las rancias galerías y museos, a sitios como
la industria cinematográfica y televisiva, la publicidad, la ilustración y un
inacabable etcétera? ¿Podrá pasar como en el medio musical en el que la música
clásica europea se ha visto obligada a asumirse como solo una tradición entre
muchas otras?
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