Quizás se trata del lugar más chic de
Azcapo, una cafetería de tamaño mediano que
ha sabido expresar las aspiraciones de parte de la población local por una vida
más cosmopolita y abierta a los aires del mundo. En la Once28, semana a semana
se presenta al comensal el llamado menú internacional. Entre los platillos
regulares, un set completo de sopa y guisado inspirado en la
gastronomía de algún país del mundo. España, India, Perú, tomados con
diferentes grados de emulación: desde las recreaciones que te hacen pensar con
precisión en los lugares de origen alegados hasta emulaciones imperfectas que
te hacen dudar de la fidelidad guardada a la cocina en cuestión. Como quiera,
la calidad pionera del lugar hace que uno no sea tan quisquilloso con las
imprecisiones en que pueden incurrir. Sin embargo, lo que realmente es el
tesoro de este lugar es su café y una repostería que, más allá de etiquetas,
derrocha delicadeza y creatividad.
En este bastión del
moderno whitezcapo, es perfectamente normal olvidarse del mundanal
ajetreo que asola justo afuera del local para llegar al estado de asepsia
estética ideal para disfrutar del sabor y aspecto de los platillos. Quizá este
acto de fruición se hará en compañía de la crème de la
demarcación, gente allegada a la Alcaldía y a su titular que va ahí a
satisfacer lo que la fisiología demanda, pero sin olvidar que la diminuta
cafetería es un escaparate para dejarse ver (más de uno creerá que el estar
ahí —de forma pública y visible— es signo de haber subido a
una esfera superior de la existencia, y eso redobla el atractivo del lugar
entre la burocracia local). Tras pasar el umbral, el mal mundo queda detrás y
se llega a una tierra feliz donde lo malo no tiene cabida. Justo a este lugar
una tarde a una cucaracha se le ocurrió entrar.
Pensemos un poco en
ello. ¿Qué de raro podría tener que en una tarde de mediados de febrero de
2020, con las obras de la Avenida aún en marcha, una cucaracha espantada
llegara en busca de refugio a este rincón de la buena gastronomía y la
hospitalidad? No puedo ponerme en sus zapatos, pero creo que sin dudarlo yo
también lo haría. El problema llega cuando nos damos cuenta de que los humanos
no vemos a las cucarachas como iguales, y que incluso adjudicamos más valor a
cualquiera de los que se forman en estela tras la figura del alcalde. En pocas
palabras: ¡fuera cucarachas del lugar!
Nada tontas, las
cucarachas suelen moverse de una forma discreta entre nuestros pies y parecen
tener un instinto especialmente agudo para permanecer alejadas de nuestras
miradas. Pero ¿es posible no ser visto en uno de los espacios-escaparate de la
Alcaldía? Por poco diría que sí, pero nunca falta el mirón ocioso que no pierde
detalle (en este caso yo). Es imposible precisar el momento exacto en que el
insecto entró al local, pero una vez que su huidiza figura entró en mi campo
visual, fue imposible ignorar su presencia.
En ese momento
determinado lo más importante era saber qué camino seguiría entre los muchos
posibles (uno de ellos iba hacia mi mesa, e imploraba a no sé quién que no le
pareciera atractivo a la criatura). A unas dos mesas, pegado a la pared, un
comensal solitario degustaba del plato internacional del día (una paella que yo
también me vi tentado a pedir). Cualquier compañía estropearía la experiencia,
cualquiera.
He olvidado lo que
yo estaba comiendo, pues, al aparecer, toda mi atención se desvió a las sendas
tomadas por la cucaracha y a tratar de adivinar sus insectiles propósitos.
Después de un momento de duda (tanta como puede haber en la consciencia de un
insecto), la cucaracha tomó un camino de forma inexorable. Con decisión fue
hacia los pies del comensal a dos mesas de mí.
No lo tengo claro,
pero creo que percibimos la presencia de estos animales antes que nada como un
movimiento anómalo asociado a un cierto tamaño de cuerpo, la concordancia de
ambas cosas nos anuncia que aquello puede ser una cucaracha. En cosa de un
instante, el insecto fue reconocido por el hasta entonces despreocupado
comensal, y no se libraría de su presencia y del terror que lo aquejó hasta
unos veinte minutos después. Yo puse en un segundo plano mi comida por el
espectáculo, y él se olvidó de disfrutar su plato por la necesidad apremiante
de saber adónde dirigiría sus pasos la criatura. Imagino hasta qué punto se
esfumó el sabor de cada uno de sus bocados, y que llegara a pensar acerca de
cada uno de ellos que lo realmente importante era pasarlos tan rápido como
fuera posible.
Como la cucaracha
había entrado con un propósito muy determinado (hasta donde me fue dado
observar), acto seguido, acometió la tarea de trepar la pared contra la que se
apoyaba la mesa. El comensal, movido por un miedo instintivo, despegó la mesa
de la pared y recogió sus piernas para guardar el menor contacto con el suelo.
Se dio una situación mil veces vista en las relaciones entre cucarachas y
humanos: la cucaracha tomó el papel de asediador en busca de comida y el humano
el de una plaza fuerte inexpugnable al ataque del invasor.
Recuerdo no haber avisado de la presencia del animal
porque esperaba que el resto de los comensales lo vieran y dieran aviso,
también porque creía que el animal tenía derecho de vivir (sobre todo porque yo
no era el asediado) y porque para mí era natural que fuese el mismo comensal
quien avisara a las meseras. ¿Por qué no lo hizo? No lo sé. Prefirió soportar
aquellos momentos en silencio y solo, esquivando los embates de la cucaracha de
manera discreta y tal como se iban dando, y sin saber que toda la absurdidad de
la escena estaba siendo observada y disfrutada, más que cualquiera de los laureados
platos de la Once28.
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