miércoles, 22 de abril de 2020

Once28




Quizás se trata del lugar más chic de Azcapo, una cafetería de tamaño mediano que ha sabido expresar las aspiraciones de parte de la población local por una vida más cosmopolita y abierta a los aires del mundo. En la Once28, semana a semana se presenta al comensal el llamado menú internacional. Entre los platillos regulares, un set completo de sopa y guisado inspirado en la gastronomía de algún país del mundo. España, India, Perú, tomados con diferentes grados de emulación: desde las recreaciones que te hacen pensar con precisión en los lugares de origen alegados hasta emulaciones imperfectas que te hacen dudar de la fidelidad guardada a la cocina en cuestión. Como quiera, la calidad pionera del lugar hace que uno no sea tan quisquilloso con las imprecisiones en que pueden incurrir. Sin embargo, lo que realmente es el tesoro de este lugar es su café y una repostería que, más allá de etiquetas, derrocha delicadeza y creatividad.

En este bastión del moderno whitezcapo, es perfectamente normal olvidarse del mundanal ajetreo que asola justo afuera del local para llegar al estado de asepsia estética ideal para disfrutar del sabor y aspecto de los platillos. Quizá este acto de fruición se hará en compañía de la crème de la demarcación, gente allegada a la Alcaldía y a su titular que va ahí a satisfacer lo que la fisiología demanda, pero sin olvidar que la diminuta cafetería es un escaparate para dejarse ver (más de uno creerá que el estar ahí de forma pública y visible es signo de haber subido a una esfera superior de la existencia, y eso redobla el atractivo del lugar entre la burocracia local). Tras pasar el umbral, el mal mundo queda detrás y se llega a una tierra feliz donde lo malo no tiene cabida. Justo a este lugar una tarde a una cucaracha se le ocurrió entrar.

Pensemos un poco en ello. ¿Qué de raro podría tener que en una tarde de mediados de febrero de 2020, con las obras de la Avenida aún en marcha, una cucaracha espantada llegara en busca de refugio a este rincón de la buena gastronomía y la hospitalidad? No puedo ponerme en sus zapatos, pero creo que sin dudarlo yo también lo haría. El problema llega cuando nos damos cuenta de que los humanos no vemos a las cucarachas como iguales, y que incluso adjudicamos más valor a cualquiera de los que se forman en estela tras la figura del alcalde. En pocas palabras: ¡fuera cucarachas del lugar!

Nada tontas, las cucarachas suelen moverse de una forma discreta entre nuestros pies y parecen tener un instinto especialmente agudo para permanecer alejadas de nuestras miradas. Pero ¿es posible no ser visto en uno de los espacios-escaparate de la Alcaldía? Por poco diría que sí, pero nunca falta el mirón ocioso que no pierde detalle (en este caso yo). Es imposible precisar el momento exacto en que el insecto entró al local, pero una vez que su huidiza figura entró en mi campo visual, fue imposible ignorar su presencia. 

En ese momento determinado lo más importante era saber qué camino seguiría entre los muchos posibles (uno de ellos iba hacia mi mesa, e imploraba a no sé quién que no le pareciera atractivo a la criatura). A unas dos mesas, pegado a la pared, un comensal solitario degustaba del plato internacional del día (una paella que yo también me vi tentado a pedir). Cualquier compañía estropearía la experiencia, cualquiera. 

He olvidado lo que yo estaba comiendo, pues, al aparecer, toda mi atención se desvió a las sendas tomadas por la cucaracha y a tratar de adivinar sus insectiles propósitos. Después de un momento de duda (tanta como puede haber en la consciencia de un insecto), la cucaracha tomó un camino de forma inexorable. Con decisión fue hacia los pies del comensal a dos mesas de mí. 

No lo tengo claro, pero creo que percibimos la presencia de estos animales antes que nada como un movimiento anómalo asociado a un cierto tamaño de cuerpo, la concordancia de ambas cosas nos anuncia que aquello puede ser una cucaracha. En cosa de un instante, el insecto fue reconocido por el hasta entonces despreocupado comensal, y no se libraría de su presencia y del terror que lo aquejó hasta unos veinte minutos después. Yo puse en un segundo plano mi comida por el espectáculo, y él se olvidó de disfrutar su plato por la necesidad apremiante de saber adónde dirigiría sus pasos la criatura. Imagino hasta qué punto se esfumó el sabor de cada uno de sus bocados, y que llegara a pensar acerca de cada uno de ellos que lo realmente importante era pasarlos tan rápido como fuera posible. 

Como la cucaracha había entrado con un propósito muy determinado (hasta donde me fue dado observar), acto seguido, acometió la tarea de trepar la pared contra la que se apoyaba la mesa. El comensal, movido por un miedo instintivo, despegó la mesa de la pared y recogió sus piernas para guardar el menor contacto con el suelo. Se dio una situación mil veces vista en las relaciones entre cucarachas y humanos: la cucaracha tomó el papel de asediador en busca de comida y el humano el de una plaza fuerte inexpugnable al ataque del invasor. 

Recuerdo no haber avisado de la presencia del animal porque esperaba que el resto de los comensales lo vieran y dieran aviso, también porque creía que el animal tenía derecho de vivir (sobre todo porque yo no era el asediado) y porque para mí era natural que fuese el mismo comensal quien avisara a las meseras. ¿Por qué no lo hizo? No lo sé. Prefirió soportar aquellos momentos en silencio y solo, esquivando los embates de la cucaracha de manera discreta y tal como se iban dando, y sin saber que toda la absurdidad de la escena estaba siendo observada y disfrutada, más que cualquiera de los laureados platos de la Once28.

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