miércoles, 15 de septiembre de 2010

Claves patrios


La denominación común de clavecín no relega a una oscuridad completa la pléyade de términos con que se llamaba en los siglos barrocos a una cajilla de madera repleta en su interior de cuerdas que se podían poner a sonar con un teclado colocado en uno de sus extremos. Clave, clavicémbalo, cémbalo eran denominaciones genéricas dadas a instrumentos sólo similares en esta disposición, ya que las variaciones en tamaño, en el extremo de la cajilla en que se decidía colocar el teclado y en la forma de la caja hacían que un clave italiano y un flamenco pudieran ser, a pesar de este parentesco vago, tan diferentes como un par de primos de cuarto o quinto grado. Como si estas diferencias de complexión no bastaran, el propietario y el constructor del instrumento casi con seguridad se encargarían de realizar una serie de labores de apropiación: el constructor, según una costumbre común de la época, podría tallar en la madera de la tapa una sentencia latina referida a la música o un dicho de sabiduría aplicable ya no a quien tocara, sino a quien lo viera en la tapa durante la realización de alguna labor circunstancial: el sirviente al desempolvar el instrumento y el señor mientras se enfrascaba en amenas charlas con sus invitados, que ocasionalmente también darían con la mirada sobre el instrumento; al propietario del instrumento podría parecerle que la mano del constructor había sido demasiado cauta y que algo había que hacerse con esta modesta austeridad no consentida, entonces, quizá evitando el rigor triste de lo sólo avocado a lo utilitario y buscando el talento del pintor de florescencias barrocas, contrataría un artesano para que adornara el interior con una escena pastoral, conmemorativa o de algún otro género, según fuera el gusto. Esta cualidad de instrumento a la vez que mueble hace que los ejemplares que han llegado hasta nuestros tiempos sean depositarios misceláneos de las huellas que sus andanzas por el mundo dejaron grabadas en ellos; son depositarios tanto de los grandes estilos que ahora conocemos por un nombre definitivo y convencional como de los innombrables e innumerables estilos que sus propietarios y constructores ensayaron en ellos.

El instrumento es antiguo. Sus orígenes son tan inciertos, que lo único que se puede decir sobre ellos, evitando una puntualidad que llevaría al error, es que tienen momento en la extensa baja Edad Media. En el Renacimiento su uso ya se había extendido por buena parte de Europa, aunque sólo se le empleara para hacer acompañamientos; la música instrumental comenzaría a desarrollarse hasta el final del siglo XVI y todos los instrumentos estaban sometidos a la servidumbre del acompañamiento: dar acordes para subrayar los cambios armónicos de la melodía llevada por la voz. En estos inicios de la música instrumental, junto con las violas, los violines, el órgano, el cornetto, en una posición en principio no particularmente privilegiada, es cuando el clave comenzaría a ser visto como un instrumento apto para hacer melodías. E Italia en una primera instancia sería la que con mayor empeño se volcaría al clave.

De norte a sur, Italia daría las primeras grandes publicaciones dedicadas a este instrumento. En Venecia Claudio Merulo, Andrea Gabrieli y su sobrino Giovanni compondrían para las señorías venecianas y la Basílica de San Marcos pequeñas piezas que servían para comenzar los oficios litúrgicos, a las que llamaban toccate. Estas piezas eran enunciados melódicos rápidos con pocos desarrollos y de potencialidades dramáticas más bien escasas. Otras toccate más seculares verían luz ya comenzado el siglo XVII en Nápoles con las publicaciones de Ascanio Mayone, natural de la ciudad, y Giovanni Maria Trabaci, napolitano por adopción. El destino de estas tocatas ya no era exclusivamente la musicalización del servicio religioso, los napolitanos buscaron desarrollar piezas autónomas cuya función no fuera el simple preludiar, sino expresar estados anímicos humanos. Esto es lo que hoy en día se conoce como tocata. Detrás de la estela de los napolitanos, Frescobaldi publica en Roma su Primo Libro di Toccate (1615), cuyas tocatas, a decir de algún comentarista, son por sus contenidos afectivos canciones instrumentales, muy complejas, eso sí, densamente ornamentadas. La obra de Frescobaldi y la música instrumental de sus contemporáneos italianos se inscribe bajo lo que ellos llamaron la teoría de los affeti (afectos), según la cual, cada pieza musical no es otra cosa que una sucesión de afectos expresados en clave melódica: las piezas más afectivamente complejas desarrollarían un sinfín de tramos melódicos distintos, a veces unidos por pasajes de transición, a veces violentamente confrontados unos con otros; la sucesión de affeti puede ser sosegada y meditada, también puede ser tormentosa y no gentilmente resuelta. En la música de Frescobaldi pueden encontrarse algunos de los ejemplos más claros de lo distinta que puede ser la naturaleza de los cambios de afecto.

Toccata Seconda (1615)

También el propio Frescobaldi nos da la clave de que su música instrumental proviene de la vocal, de su dramaturgia y sus ilustraciones afectivas. En Ancidetemi pur, elabora una ornamentación densísima sobre las líneas melódicas del madrigal del mismo nombre del flamenco Arcadelt, un passeggiato o serie de invenciones hechas sobre una línea melódica preexistente.

Ancidetemi pur d'Archadelt (1627)


En tanto en Italia se está desarrollando esta música melódica y vigorosa, los constructores italianos de claves desarrollan un tipo de instrumento apropiado para resaltar sus contornos, sus requiebres, sus violencias y sus suspensiones; los claves italianos tendrán un sonido particularmente seco y mordaz; casi al apartar el dedo de la tecla el sonido de la cuerda se apagará. Es pues un instrumento adecuado a lo incisivo y resuelto de las frases melódicas italianas.

Francia conocerá a Frescobaldi sólo indirectamente a través de Johann Jakob Froberger, un alemán que siendo joven fue a Roma con doscientos florines que le había dado el emperador, en cuya corte trabajaba, para ir a tomar clases con el gran Frescobaldi. Froberger, se cree, fue a su vez maestro del primer gran clavecinista francés, Louis Couperin. Froberger componía, tras los pasos de su maestro, tocatas de forma muy compleja con audacias a las que el mismo Frescobaldi no se había atrevido: suspensiones de discurso y ornamentaciones y figuraciones no ligadas a ninguna entidad melódica, los ingredientes básicos del stylus phantasticus alemán. Couperin aprenderá estos modos extravagantes y mitigará sus enardecimientos componiendo también piezas según la forma más típica de la música francesa, la suite de danzas, en la que, al contrario del estilo frescobaldiano y frobergiano de pulso y métricas irregulares, se reunían gentiles piezas de lejana procedencia popular, amables y danzarinas, courantes, allemandes, sarabandes. A este estilo menos voluntarioso también corresponde un tipo de clave que le es adecuado. El clavecín francés, al contrario del italiano, es rico en resonancias, de sonido indeciso y ensoñador.

Prélude à l'imitation de Monsieur Froberger


Los ingleses, a quienes las noticias y novedades del continente llegaban siempre a destiempo, desarrollaron su muy particular versión del clave. Su solo nombre ya nos da indicios de ello: virginal. El virginal es un modesto tecladillo doméstico que en vez de autosoportarse con patas, como todo buen clavecín, debía montarse en alguna mesa. Tan doméstico era, que uno de los orígenes aducidos para su nombre es que era usual que fuera tocado por las doncellas de casa. Como sea, el sonido más dulce de todos los claves lo ostenta sin duda el modesto virginal. El virginal no posee los agudos casi chirriantes de los demás claves, en su lugar, un sonido compacto y de pocos espectros extremos. Mucha de la música destinada al virginal proviene exclusivamente de fuentes británicas. También músicos de otras naciones llegaron a escribir para el virginal, pero es a la música británica, de pequeños encantos, filiaciones populares no disimuladas y gusto peculiar por lo evocativo, a la que mejor sienta su sonoridad doméstica e intimista. En la Inglaterra Isabelina, el autor por excelencia de música sobre los pequeños dramas de la vida diaria fue John Dowland, a quien conocemos principalmente por sus encantadoras y sencillas canciones. La fuerza persuasiva del lugar común nos lo presenta como el músico más meláncolico de esta tierra neblinosa y melancólica. Y cómo sustraerse a esta fuerza persuasiva cuando nos enteramos de que Dowland ascendió a la fama en la sociedad londinense de sus días por una canción que podría pasar por perfecto himno a la melancolía: flow my tears, fall from your springs, exil'd forever let me mourn. Esta divagación musical sombría, originalmente ligada a unos ominosos versos sobre un amor perdido, es trasladada por Dowland al mundo de la música instrumental en una colección de piezas para laúd basadas en su melodía, las Lachrimae (1608). De estas Lacrimae proviene la Lachrymae Pavan que aquí dejo.

Lachrymae Pavan


Aparte de las evocaciones sentimentales en la música británica de aquellos tiempos, son usuales las evocaciones del paisaje de las campiñas presentadas como breves estampas musicales.

The Fall of the Leafe (Martin Peerson)


La música bien podía ser meditación solitaria o festejo y actividad de muchos. Se sabe que en ocasiones los músicos de claves y virginales se agrupaban en consorts para amenizar las reuniones. Vivaces músicas de baile habrán animado escenas casi bruegelianas, en las que la impureza de medios sería parte del encanto. ¿Qué pasa cuando un virginal, un clavecín italiano y un clavecín flamenco suenan juntos?

Philips Pavan (Peter Philips & Thomas Morley)