sábado, 1 de mayo de 2010

De camino hacia el silencio


Dada la cortedad de nuestros días, los hombres tendemos a creer que en libros, con letras y con ciencia se pueden describir las cosas en un estado fijo del que se pueden discernir elementos claros, libres de la controversia a la que somete todo el tiempo, que pone en duda todas nuestras definiciones y certezas sobre las cosas, al disolverlas y transformarlas, al modificar nuestras consideraciones sobre ellas, al devenir y no dejar espacio para inscripciones indelebles sino en los calendarios y los libros.

El arte barroco floreció entre 1600 y 1750, sus características son la proliferación ornamental y el gusto por la inventiva... De la misma manera de esta declaración concisa, elaborada sólo después de generalizar ciertos aspectos de la cosa descrita, se nos cuenta que la música clásica se elabora a partir del sistema tonal, que está hecha sobre compases regulares y que el tema y la melodía son sus hilos conductores. A decir verdad, estas características musicales sólo fueron usuales durante un relativamente corto periodo de tiempo. La tonalidad como rectora armónica de la obra musical se consolida apenas al finalizar el siglo XVII, en ambientes cortesanos en donde se ideaba, en el ocio de estos ambientes, la manera de componer grandes melodías y obras monumentales para el beneplácito de los promotores artísticos, reyes, nobles de rancio abolengo, nobles recientes, que así mostraban el afecto culto que tenían por los progresos artísticos ilustrados; mientras la música popular, ajena a las ciencias musicales precisas, seguía haciendo resonar su vaivén cíclico de rústicas melodías. Ni el propio Bach, tan afecto a las sistematizaciones, conoció la necesidad de regularizar el compás; sería la generación de Haydn quien se preocuparía por limar las escorias de las irregularidades rítmicas, para allanar el camino a la melodía soberana y los esquemas compositivos para sustentarla, el más visible de ellos, la forma sonata. La teoría musical con que me eduqué en la secundaria nos decía que la forma sonata era algo así como el elemento sine qua non de la composición musical. La forma sonata fue un esquema vigente en literalidad por cerca de 50 años, nada más. Después, Beethoven y tantos otros la verían como una norma compositiva susceptible de ser trasgredida; a la tonalidad le pasaría lo mismo durante casi todo el siglo XIX. La tradición que exigía el uso preciso de estos elementos claramente codificados tal vez se fue a la tumba con el propio Haydn. Así las cosas, tratando de ser sensatos, podría parecernos abusivo decir que "la música clásica", o aquello caracterizado de manera tan precisa, fue algo más que el producto de una o un par de generaciones. La consideración ulterior de los comentaristas protonales de poner la tonalidad por fundamento esencial de "la música clásica" nos vuelve comprensible por qué un músico tan tardío como Bach (tardío en la historia de la música occidental, pero intensamente comprometido con el desarrollo de la tonalidad) fue tenido por algunos de ellos como "Padre de la Música" y por qué a la tradición historiográfica más conservadora le es tan difícil emitir un juicio de calidad sobre Schönberg, Webern y todo lo que se ha desarrollado una vez abandonada la tonalidad como principio incuestionable de la composición musical.

En el siglo XIX, época de disolución para las tradiciones clásicas, el sistema tonal se fue distendiendo, al grado que Wagner en el Preludio a su Tristán e Isolda, en vez de volver una y otra vez a la tonalidad inicial de la obra, se aleja de ella en tanto transcurre la obra. A finales del siglo, las obras de Strauss, Liszt, Mahler o del joven Schönberg acogerán con entusiasmo la idea de retrasar la vuelta a la tónica para incrementar la tensión de los pasajes. Durante más de diez años, entre la última década del XIX y los primeros años del XX, Schönberg compondrá sus obras coqueteando siempre con esta tonalidad heterodoxa, hasta el momento en que decidió dar el siguiente paso. En 1908 publicará sus primeras composiciones atonales, quizá intuyendo que tanto en historia, narrativa o música podría no haber puntos de retorno, sino puro devenir, puro surgir instantáneo de situaciones sólo tenuemente relacionadas con las situaciones precedentes; en música, ya no relacionadas por vueltas precisas a notas rectoras sino abandonadas a las inseguridades de cada momento. Bajo esta óptica pesimista de la narrativa musical arrancada de sus cimientos y urgida por el devenir de acontecimientos radicalmente nuevos, Schönberg enseñaba teoría y composición musical en su natal Viena. Sus dos alumnos más destacados, Alban Berg (1885-1935) y Anton Webern (1883-1945), lo seguirían en su abandono de los ropajes musicales de la tradición tonal, que daban seguridad y continuidad a la música, pero a costa de sacrificar lo que Schönberg consideraba una verdad esencial: las cosas tanto en música como en historia no se repiten, se degradan y transforman en el tiempo; la belleza y la racionalidad completa de la música tonal no eran más que velos con que se cubría la devoradora naturaleza del tiempo. Por aquellos años en la Viena finisecular, el arquitecto Adolf Loos, amigo tanto de Schönberg como de Webern, pensaría algo similar sobre las tradiciones ornamentales de la arquitectura, que dejaría expresado con elocuencia en su ensayo Ornamento y delito. Para Schönberg y Webern, en 1908 el paso se había dado.

Webern pareció dar este paso con un ardor aun mayor que el de su maestro, obra tras obra su música se haría más enrarecida, más lejana de los halagos de la consonancia, más vuelta hacia la fugacidad del presente. En sus Cinco movimientos para cuarteto de cuerdas op. 5, de 1909, la música se vuelve el campo de batalla de instantes de furor fulgurantes, donde, en tal estado de tensión emocional denodada y continua, el reposo no puede existir; la música se vuelve una sucesión de fragmentos donde la continuidad no está asegurada por ninguna fórmula; lo único que puede asegurar la continuidad es la fuerza emocional con que se hilan los fragmentos. La música no es forma, es la acción del espíritu que escribe, que, a cada nota escrita a sudor y sangre, le gana un instante al silencio.

Cinco movimientos para cuarteto de cuerdas op. 5: 1. Heftig Bewegt




Sólo un año bastó a Webern para que una obra como la precedente pareciera poco comprometida, aún demasiado anhelante de puntos de apoyo. En 1910, con las Cuatro piezas para violín y piano op.7 Webern irá más lejos en su camino de ascetismo musical: las notas se supenderán como trazos vaporosos en medio de un silencio que amenaza con interrumpir el discurso, con ocultar la manera de sostenerse en medio de una nada en la que sólo la fuerza del sujeto es capaz de mantenerlo en pie, sin sistemas de referencia, horizontes ni orientaciones. Así, flotando, las notas de un violín coinciden casi fortuitamente con las notas de un piano; ambos planean sobre el tiempo ilimitado e inasible.

Cuatro piezas para violín y piano op.7: 3. Sehr langsam



El final de este camino recorrido por las primeras obras atonales de Webern es señalado sin lugar a dudas por las Tres pequeñas piezas para violonchelo y piano op.11, de 1914. No es gratuito el nombre de las piezas. Como en la narrativa de Beckett, que se ciñe a describir sin alientos falsos la posición de los objetos o la acción de los personajes en frases gramaticalmente despojadas (sujeto + verbo + complemento), Webern traza indecisamente sus figuraciones musicales, ahora con dejadez, ahora en una irrupción repentina o apagándose insensiblemente en las vastedades del silencio, punto final de este recorrido. Tradición y símbolo no existen más, todo camino comienza desde el silencio y vuelve a él.

Tres pequeñas piezas para violonchelo y piano op.11:

1. Mäßig


2. Sehr bewegt


3. Äußerst ruhig